07 enero, 2021

El amor de otros tiempos y lugares

Hay cosas que tenemos que hacer todos los días. Cosas necesarias. Poder hacer el movimiento con el cuello, poner la cabeza en ese giro de cuarenta y tantos grados y mirar el cielo. Viví hace un tiempo en un departamento y el movimiento era distinto, una contorsión; quién podría decir que mirar el tono del cielo implica una contorsión? Vivir en una ciudad supone entre otras cosas esa imposibilidad, tan antinatural, estar adentro de la casa y no poder ver el cielo si no se hace cierta exigente pirueta con la cabeza, el cuello, los brazos y los ojos...

Mi madre está sentada en la silla y la cabeza le bambolea parece que de repente le agarró un sueño químico. ¿Y alguien sabe cómo?, pregunto. Mi madre sacude la cabeza porque ante las explicaciones insuficientes de las hermanas le gusta hacer una intervención certera. Pues, dice, ellas, mis hermanas, sus hermanas, sienten recelo por el hecho de que sé, sabe, cosas que ellas ignoran. Porque yo hablaba con mi papá. Curioso. Hablar con el padre una hija, una mujer, cualquiera, no debería ser algo digno de anécdota. Entonces nos explica que a mee le decían de niña Buto Chirú. No sé si deliro pero creo que hace un gesto con la mano, por la explicación, buto en ochinaguchi quiere decir gorda, y chirú es un apodo por Tzuruko. Así que ahí está Buto Chirú que es mi abuela y tengo que imaginarme el sol, la calle de tierra, el pacífico que jamás he visto con los ojos de estar ahí y alguien parado a la tarde diciendo, llamala a Buto Chirú! Pero quiero saber la causa, quiero saber cómo se conocieron; esa es la pregunta que, no solo nunca hice sino nunca me hice. Curioso. Cómo fue que se conocieron ellos, ellos son mis abuelos. La respuesta es como un desierto, como una planta que se está secando, concisa, determinante, simple, espontánea, una proximidad, una vecindad pero amplia porque al menos seguro allí no hay que hacer ninguna cosa rara para ver el cielo. Dice, mi tía, no ellos no se conocieron ni se eligieron ni nada. Dijeron vos con éste y vos con ésta y punto. Alguna vez vi un libro, como una especie de cuaderno con muchas páginas que creo se le hacía realizar a una especie de calígrafo, como un artista del shodô. Allí estaban todos esos árboles genealógicos que iban mostrando a las generaciones y a las formaciones de esos matrimonios decididos, planificados por los patriarcas de aquellas familias de aldeanos que guardaban la memoria de las castas. Después cuando a finales del siglo XX le dijeran a los nietos medio occidentales que eran descendientes de samurai, todos, se mirarían y reirían con incredulidad.   

01 enero, 2021

Servilletas chupadas

La hermana de mi abuela, una de ellas, trabajaba en casas de estadounidenses. La guerra habría terminado hacía poco. Mi tía, una de ellas, dice que la tía traía en una servilleta restos de azúcar de las casas de los militares estadounidenses. Mi tía, ahora es una señora mayor, saca la lengua y hace el gesto de chupar con avidez. El sabor de lo dulce era una rareza. Los sabores eran una rareza. Solo había batata y hojas de batata para preparar sopa. Otra cosa no se comía. Setenta y tantos años después, acá en Argentina, ellas, mis tías, se miran, estamos sentados a la mesa, hay distanciamiento social por pandemia, ellas se miran y entre ellas se preguntan si podés soportar la batata. Que sí que a mí me gusta, yo no tengo problema, a mí me encanta, a mamá le encantaba... Mamá es mi abuela. Murió hace como diez años. A una hermana de mi abuela, dicen el nombre de la tía pero no lo recuerdo ahora, puede ser Masakó o Nobukó. La mayor nadie recuerda cómo se llamaba, porque le decían la Tía de Montes de Oca. La Avenida principal del barrio de Barracas. Es que llamaban a los parientes por el nombre de la calle donde vivían, a veces la localidad. Tía de Escalada, por Remedios de Escalada, pero de esa sí recuerdan el nombre. Hay que imaginar tanto que casi se me dificulta poner aquellas rememoraciones en un marco de detalles. Se sentarían en una especie de zócalo de madera, descalzas, tierra, madera, mucha vegetación, seguramente son los materiales que prevalecen en aquella aldea. Y se sientan y abren la servilleta con cuidado y ahí brillan unos cuantos granos de azúcar. Había tanta miseria, había tanta miseria, mi tía lo repite y lo repite, me mira y lo repite, yo por supuesto ni por un segundo creo en la posibilidad de que pueda estar exagerando.   

29 diciembre, 2020

El perejil y la lengua

Estoy sentado en esa cocina que está dominada por la medida exagerada como ningún otro ambiente de una casa standar, no he visto nunca una así. Será que no entre a muchos caseríos. Últimamente sembré muchas semillas de perejil y si bien germinan con facilidad no son de crecimiento tan veloz como otras aromáticas. Por suerte la mosca blanca que es tan prolífica en el patio de mi casa no afecta a mis lerdos perejiles. Es cierto que antes los verduleros regalaban los manojos de perejil a sus clientes del barrio. Después ya nunca más pasó. En los super exponen los atados de perejil fresco con precios... exhorbitantes, como si se tratara de paquetes de brócoli. Consumo mucho perejil alguien me comenta que es la brisa del mediterráneo que te llena de calcio el organismo como ninguna otra cosa. Me vino lo del perejil porque Mee usaba bastante y sobre todo lo recuerdo en sus milanesas de merluza fritas que seguiran siendo siempre las mejores que probé. La recuerdo de espaldas a mí, haciendo su fritura, y yo sentado a la mesa ésta rectangular larguísima en esa cocina con dimensiones de restaurant. Hace un giro de ciento ochenta grados con unos palillos largos mucho más largos que los que se usan para capturar los bocados y llevarlos a la boca. Y, sin siquiera mirarme a los ojos coloca el plato con la pila de milanesas sobre la mesa. Comé, dice. Tengo naturaleza famélica, por lo demás, estos bahos de fritura, mar, aromáticas y salinidad no me dan tregua. Tampoco tengo una presencia definida de los ojos de Mee, es que realmente pocas veces me ha mirado a los ojos, las veces que lo ha hecho sentí como que me escudriñaba y también sentí que lo hacía con gran cariño. Sí recuerdo sus pómulos marcados, su tez blanca, su voz, esa voz que no me conversaba casi nada pero me exhortaba a comer y a tomar coca-cora. Sus pasos en la casa desde muy temprano, ya que siempre se levantó a las 6.00. El sol en el patio, yo ya sintiendo el ruido que viene de la cocina o del lavadero donde está lleno de recipientes gigantes con porotos, ingredientes que utiliza en sus comidas. Tengo una dificultad para representar sus palabras, su castellano rudimenario, podría volcar su oralidad y me resisto. Siento que es ganar y perder. Me produce escalofríos pensar que nunca conocí realmente a la persona porque no hablamos la misma lengua. Sí, conocí sus gestos, sus obsesiones, su corporeidad.

Realmente, muchos años después de que mi abuela está muerta me doy cuenta... ella fue un cruce de caminos de lenguas, el uchinaguchi que según dicen los especialistas nunca fue un mero dialécto, el nijongo la mayor de las japónicas y el castellano en ese juego de recreación y desafianzamiento constante.

 


 

31 agosto, 2020

Mescolanza

 Se me mezclan dos cosas hoy. Las vacilaciones que experimento que me hacen mucho daño porque tomo conciencia de que vivimos solo una vez y estamos expuestos a problemas mucho menos interesantes y crueles que esa verdad sabida de manera epocal hace tantos siglos. Una revolución como pocas, la certeza de que la vida debe ser aprovechada a cada instante porque es una sola. 

Una de las cosas que se me mezcla es salir a la calle después de muchos días. Caminar calles vacías. Al menos en las avenidas hay gente pero después todo desierto. Esto claro no tiene por qué ser malo. Pero está todo blanco, brumoso, hace frío, volvió a llover de manera sorpresiva y hay mucha humedad. La soledad y el tapa boca le dan una pincelada de desconfianza y de pesadumbre a casi todo. Casi llegando con unas bolsas de las compras veo una casa simple, una puerta y al lado una ventana, todo medio abandonado, dejado, sin colores, sin pintura. Los frentes dejados después de años de falta de arreglo no tienen ningún color, ni son blancos ni grises ni nada. Grietas. Óxido. Decrepitud. Sobre la puerta como un papel afiche grande pegado y escrituras de colores como hechas con marcadores de colores que dicen, si tuviste covid #DONAR SANGRE NO DUELE, hay una jeringuita dibujada con pinceladas de niñez... bajo el cordón y sigo. Pero me suben como ganas de llorar. Creo que es difícil ponerle dimensión al presente porque lo que dimensiona siempre es la memoria. La redimensión actual siempre es insípida, forzada, ciega y se puede pasar de vuelta. 

Lo otro que me pregunto si puedo hacer preguntas por la idea de naturaleza en  Tarkovski y de paso la idea de naturaleza en un artista jardinero como Jarman. Me faltaría uno o una más para hacer una tríada pues supongo que lo impar iría mejor con la idea de naturaleza.   

25 agosto, 2020

LA PIEL INTENSA


 

 

 

 

 

El Nautilus es, en este sentido, la caverna adorable.

 

MITOLOGÍAS, ROLAND   BARTHES

 

 

1 El hecho.

 

Este hecho se perdería de manera irremisible, algo de tan poca relevancia. Sin embargo ya se sabe que hoy día todo está sujeto a esa condición volátil, impiadosa. Todo queda hecho eso mismo es decir nada, como el tema mismo, éste: el de aquel incendio en el viaducto del tren a La Plata, en Avellaneda. En su momento es probable que el hecho haya sido noticia; cámaras en el lugar tal vez, y sin embargo el hecho está completamente perdido en el tiempo también perdido acerca de un espacio también irrecuperable. El lugar ha cambiado, algo. No tiene estatuto alguno de hecho, ya, seguramente, nadie duda de ello, y es ridículo, sí. Pero en todo caso, qué lo tiene.

Estará envuelto, revuelto en el marasmo de todos los otros olvidos insignificantes. Esta evocación es extraordinaria.

El hecho sucedió en la década del ´90 fue un incendio grande, bueno ahí mismo no había casas pero el daño del viaducto fue considerable, tanto, que el tren debió circular durante todo ese año y quizá más, a muy baja velocidad, a paso de hombre; pero es quizás imposible mover un tren diesel de ocho vagones a paso de hombre. Unos trescientos metros antes de llegar al puente el tren quedaba casi detenido y ahí se iba acercando muy lentamente hasta el lugar del siniestro. Tenía que atravesar esos doscientos metros de abismo muy despacio porque después del incendio la mampostería había quedado muy comprometida. Durante todo ese lapso de tiempo en que el tren iba avanzando con exasperante lentitud se oía un crujir que no cesaba. Esas moles macizas bautizadas durmientes emitían sus secos chirridos interminables que se multiplicaban en la altura por encima aún del ruido natural de la calle, de los motores, de los semáforos, camiones y demás. Era, claro, la emisión quejumbrosa de un dispositivo reparador, diseñado por los expertos de turno, por los administradores urbanos de aquellos días, —improvement—, magnífico por su simpleza y originalidad. Una eficacia tal vez no desdeñable y una elaboración riesgosa y bestial. En definitiva, algo difícil de describir.

Para nosotros este lugar era casi tan familiar como la escuela, que estaba ahí nomás casi pegada. Pero se trataba de una familiaridad bien distinta; había algo de secreto, de risa y transgresión en aquellos parajes que frecuentábamos. El terraplén elevado y más allá como un mar; vegetación medio apestada, montañas de escombros y basura inorgánica medio desenterrada como un sitio arqueológico en plena actividad. Mar repentino sin importancia, detrás del barrio de monobloques. El terraplén se extendía en un zigzag que no parecía acabar nunca hacia ambos lados; del oeste al sudeste, de Plaza a Quilmes y más. Además de las ruinas de alguna construcción a lo lejos, que tal vez habría sido fábrica en la década anterior, y de los basurales y pastizales, así mismo estaban los pequeños bosquecillos de moreras y los terrenos inundados. Ese mismo año hubo allí un incendio, éste fue intencional, bueno el otro tal vez pudo haber sido intencional; sería necesario buscar. Además tuvo mayor envergadura pues ahí debajo del viaducto había una destilería o un depósito abandonado o clandestino o ninguna de las dos cosas. Lo cierto es que ese fin de semana ardieron litros de combustible y por eso el puente quedó tan comprometido. La envergadura de los materiales que databan de casi medio siglo pudo salir indemne con dificultad de la intensidad de las llamas.  

Pero el incendio de aquel mediodía directamente lo controlaron a planchazos, a estocadas, ahogándolo; dispersándolo y aislando los focos más rebeldes. Nosotros desde el terraplén contemplábamos, así y todo, atónitos el accionar de una dotación completa de bomberos. Veinte hombres tuvieron que fatigarse aquel mediodía en los pastizales para evitar un pequeño desastre que había sido perpetrado por un alumno de la escuela del mismo curso que Guerri y Calavera. Se apellidaba Braña pero le decían Brañante. Estuvo un rato mirando con nosotros cómo se controlaba el fuego y luego corrió a su casa a esconderse. Allí mismo a unos pocos pasos, en un departamento de tres ambientes con dependencia donde vivía con sus padres ya mayores. Como experimento era algo sorprendente, los bomberos eran como muñequitos play móvil llevados allí para cumplir sus tareas con parsimonia. El registro ¿causal? hubiese apabullado al más escéptico; alguien había ido a encender fuego, un Braña había rociado con nafta los pastos y no contento con esto, —pues los pastos ya de por sí se secan al contacto de la sustancia combustible— había echado un fósforo. Luego, otros hombres, total, se ocuparían de apagarlo. Así parecían presentarse las cosas en su versión más desnuda. Eran como dos fuerzas pujando, ciegas ambas. Una tirando para que todo se disgregue y la otra tirando para que todo se reintegre. Una seducida al máximo por el principio ígneo, la otra buscando el trazo sobre la arena seca. Lo cierto es que aunque sin cuestionarse nada el acto de una jamás era ignorado por la otra. El incendio comenzaba, apenas la llama destructora lamía un poco la tierra y ya aparecían unos tipitos y lo apagaban. Como una orden o un orden magistral que rearmaba la trama eventualmente rasgada.       


 

2 Ritmo y repetición.

 

 

No sé por qué aquel mediodía el grupo estaba tan disperso, sólo estábamos el  Rata y yo. En el camino al terraplén encontramos a unos del otro curso, Calavera y Guerri. El Rata los conocía más porque había sido compañero de ellos el año anterior y tal vez más. Después por razones de azar, de filtros y de reorganización había quedado con nosotros. Estoy seguro de que aunque al principio se mostró reticente a la larga el cambio le hizo muy bien. En realidad estaba solo, había pertenecido al círculo donde mandaban el Polaco y  Martín Ludueña, pero por razones que no pude averiguar lo habían echado. No sé si la cosa había terminado en pelea, en todo caso seguramente lo habían lastimado. Una vez el gordo Reno me había contado que lo básico para pertenecer a ese círculo era fumar y, casualmente, El Rata había dejado de fumar hacía un tiempo. ¿Pero podían tener esos hechos algún tipo de relación?, más bien parecía que no. Lo que el gordo Reno no se había podido explicar es cómo en el círculo habían admitido al Mosca que no fumaba, aunque de todos modos era un personaje secundario. Yo siempre los evitaba, las cosas que había escuchado... las anécdotas sobre ellos me provocaban cierto escalofrío. En los recreos se juntaban en el fondo del colegio donde fumaban y hacían rondas de alguna bebida blanca, un lugar sombrío y de difícil acceso donde había un banco de cemento demolido a palazos por ellos mismos. Era su banco en su punto de reunión, pero alguna mañana sin explicación sin causa, uno apaleó el banco y a otro le pareció gracioso, otro tomó el relevo con el palo, otro que llevaba borceguíes como por ejemplo Mayo, probó con la punta de acero y las suelas atornilladas, como si fuese el lomo de un gato, y lo destruyeron. Una raza odiada y temida que al año siguiente, el del incendio, se dispersó y quedaron tan sólo unos pocos ejemplares orbitando en la periferia.

 Ese mediodía pues nos topamos en las vías con Calavera y Guerri. Era un día de sol sin viento. El Rata caminaba haciendo equilibrio por uno de los rieles, a veces patinando por la superficie bruñida que lanzaba destellos plateados; con frecuencia nos hacíamos a un lado al escuchar los avisos de la locomotora. De todas formas por aquellos días al traspasar el puente de hierro que estaba unos doscientos metros al oeste ya comenzaba a frenar. El rata iba con una mano sobre mi hombro como apoyo, yo todavía me doblaba sobre mí mismo de la risa, las convulsiones me abandonaban y me volvían sin que tuviese ninguna intención de parar, por momentos El rata me acompañaba con su carcajada lúbrica, potente.

Creo que su humor, su espontaneidad a veces violenta en definitiva su chispa, habían hecho que me pegase a él sin dudarlo. Los primeros tiempos me provocaba cierto rechazo, sus dientes afilados y retorcidos con una fina capa amarillenta de sarro y sus braques algo estropeados sobresaliendo en sus caninos y paletas. Me molestaba que se tomase confianza con cierta rapidez y que siempre contestase de un modo insolente. Sí, creo que era su insolencia sobre todo lo que más me exasperaba. Como sea, aprendimos a quererlo en unos pocos meses de convivencia.

Aquel mediodía caminábamos entre los edificios y los jardines a veces pisando los canteros sin darnos cuenta, empujándonos y yéndonos de un lado y de otro como dos ebrios. El rata saltó un cerco con su carpeta negra, vieja y maltratada bajo el brazo izquierdo y se acercó a uno de los porteros eléctricos de un edificio por el que pasábamos. Tocó cualquier timbre con desenfado, es decir varios timbres a la vez usando la palma de su mano libre. Una voz descolgó: “Sí, quién es” —tronó áspera la voz de un hombre. “Hola!! ¿Está Martín?” —dijo Ratica. Y la voz: Sí... ¿quién es? Y El rata: ¿Está Martín? Y la voz ya irritada: ¡¿qué Martín?!! Y Ratica: “¡El que te cogió en el jardín!”.

Eso me conmovía y eso me mantenía cerca de Ratica. Cuando Calavera y Guerri nos interceptaron aún no lográbamos reponernos del suceso.  

 

 

 

3 El co-hecho.

 

Yo hubiese preferido seguir nuestro camino por las vías ya que ellos venían en sentido contrario, pero se nos pegaron con bromas y con una charla espontánea que implicaba sobre todo a Ratica. De Calavera había oído bastantes cosas y no era alguien que pasase desapercibido. Era alto y de huesos pesados y largos de piel fina y blanca pegada a los huesos, nada de carne, era pura altura hecha de costillas, cuello y una voz finita penetrante siempre burlona. Un ser que rápidamente inspiraba desprecio, amante de las bromas pesadas, de la violencia y la humillación. Ratica no se cansaba de insistir sobre Calavera y su apego ardoroso por ser maltratado y sobre todo golpeado. El tono era de sarcasmo pero de profunda verdad: a Calavera le gusta que le peguen, decía Ratica siempre que venía al caso recordar alguna anécdota. Por otra parte en el círculo del Polaco y Martín si bien ocupaba un lugar destacado, es decir era una personalidad del grupo, es cierto que sobre él habían recaído en otros tiempos las bromas más pesadas. Por ejemplo en primer año llamaban a su casa y le decían a su madre: señora queríamos comentarle que su hijo fuma, sí, como lo escuchó, su hijo fuma. Otro día tomaban de vuelta el teléfono público que estaba dentro de la escuela y repetían: señora hablamos de la escuela queríamos informarle que ya se entregaron los boletines y su hijo tiene todo insuficiente, no, algún insuficiente no, todo insuficiente.

El tren había quedado estacionado más adelante, muy lentamente se había ido acercando al viaducto y al comenzar a introducirse en él se había detenido completamente. Así sucedía siempre con cada tren, así sucedió durante todo ese año porque las reparaciones del viaducto después del incendio de la refinería se postergaron mucho tiempo, tal vez un año. Aunque la sensación fue de mil días. Después de estar unos minutos parado la máquina se ponía de vuelta en pleno funcionamiento y comenzaba a tirar y a crujir. Pues, literalmente el piso chirriaba, el puente sostenido por un elástico de durmientes apilados de manera entrecruzada gemía en sus grietas, descascarándose por debajo. El cuerpo del puente que había quedado recubierto por una lepra cenicienta apuntalado por durmientes  entrelazados que formaban una gigantesca columna de veinticinco metros del ancho de una avenida. Y el tren pasaba por encima de todo ese artificio sin que nadie se preocupase demasiado por los sonidos amenazantes del desplome. Cuando se terminaba el terraplén y comenzaba el viaducto se levantaban unos gruesos murallones grises y rugosos que mirados de lejos parecían elevarse, afinarse y adquirir como una forma de orejas. Cuando el tren pasaba por allí lo hacía bien pegado a esas paredes, el tren avanzaba unos instantes por una especie de canaleta y luego el viaducto se habría ya sin paredes y sin diferenciar los carriles de ida y de vuelta. A los costados había barandas de hierro oxidadas, el tramo comprometido había quedado atrás y el tren retomaba su curso.

Guerri y Calavera hacían bromas con El rata y lanzaban piedras hacia algún objetivo prefijado. Por ejemplo Calavera decía, al poste, y le tiraban a un poste de luz que estaba a diez metros o Guerri decía, al hornero, y le tiraban a la casa del hornero a la que nunca le pegaban porque en general siempre están muy altas. Es probable que Calavera pudiera decir, al panal, y entonces le tiraban a un pequeño panal de avispas de esas que vuelan pesadamente y siempre construyen sus nidos en edificaciones humanas.

Calavera hizo un guiño y Guerri estuvo de acuerdo, a Ratica le pareció divertido y yo no me opuse. Así que empezamos a correr al tren que ya casi abandonando la parte principal del viaducto estaba retomando su velocidad habitual. Al principio pareció muy fácil el tren de pronto estuvo muy cerca pero cuando ya lo teníamos aumentó apenas la velocidad y por más que nos esforzábamos no llegábamos a tocar el último vagón. El primero que lo alcanzó y subió fue Guerri, luego Calavera y Ratica después. Me sentía casi exhausto, ya no lo lograría, pero Ratica extendió un brazo y me ayudo a subir. Estuvimos un rato parados en la plataforma que estaba suspendida al final, tenía la dimensión de un umbral cómodo para estarse parado del ancho del vagón pero nada más. Empujamos la puerta con ojo de buey y entramos al último vagón. Dentro había pocos pasajeros, la mayoría de los asientos estaba libre. Algunos dormían, otros estaban simplemente sentados sólo un viejo que leía el diario levantó la vista y nos miró con asombro, luego retomó la lectura. Cuando nos disponíamos a acomodarnos vimos que por el vagón siguiente estaba el guarda pidiendo boletos y nuestra idea era recorrer una cuantas estaciones, tal vez llegaríamos hasta Quilmes. De modo que comenzamos a retroceder nerviosamente hacia el mismo punto del cual proveníamos. El tren avanzaba ahora a gran velocidad y nosotros cuatro estábamos apretujados apenas en la pequeña plataforma, por la misma que habíamos trepado para subir. Cada uno se agarraba de donde podía para no caer al vacío ya que por momentos los sacudones bruscos y el viento fustigando los rostros y haciendo lagrimear a más de uno, hacían creer en esa posibilidad. Yo sin dudarlo capturé la rueda, especie de timón de hierro pegado a la puerta, al cual me abracé sin importarme que Calavera se burlase de mí. Esperamos para ver qué pasaba, la puerta permanecía cerrada. Guerri se asomó por el ojo de buey y dijo que el chancho ya se había ido, festejamos. Y el tren disminuyó la velocidad y sin que nos diera tiempo a volver a entrar ya estacionaba en la Estación de Sarandí.

 

 

4 Las piedras.

 

Bajamos. El tren estaba completamente detenido y en general reinaba el silencio. En el andén algunas personas descendieron del tren, muy pocas, y así mismo muy pocas subieron. Sin embargo el tren seguía detenido sin arrancar. Nuestros pasos en la vía soltaban el sonido de fricción de las irregulares piedras que abrigaban los durmientes como una capa gris gruesa y erosionada. Inmediatamente Calavera tomó alguna de esas piedras grandes y pesadas, pero que cabían perfectamente en una mano; algunas tenían como forma de flecha o de masa como las puntas con las que el hombre prehistórico construía sus armas o herramientas. Las pateaba torpemente porque sus movimientos siempre eran lánguidos y sin sentido o las lanzaba para que golpearan estruendosas contra la vía. Guerri a veces lo imitaba.

La estación estaba oscura, en aquel momento ya bastante pasado el mediodía se había nublado el cielo. Todavía a Ratica y a mí nos quedaba un rato para tener que estar de vuelta en la escuela para la clase de educación física. Se respiraba un olor pesado en aquella estación como a pis y a trapos húmedos. A pesar de que nosotros nos habíamos quedado abajo en la vía junto al tren el olor llegaba. Sobre el andén por todas partes si uno se ponía en puntas de pie se veían charcos que a veces de tan grandes llevaban pequeños regueros que se escurrían por amplios resquicios del piso y luego por las paredes del andén para describir entre las piedras mil bifurcaciones entre microscópicos orificios y falsas cuevas. Tal vez fuesen caños de agua rotos o meadas circunstanciales. No había nada en aquella estación, nada. Sólo vi un tipo que bajó del tren con uno de esos destartalados recipientes de refrigeración que usan los vendedores ambulantes de gaseosa. Lo vi desaparecer por la boca de un túnel ubicada en mitad del andén, a un buen trecho de donde estábamos nosotros, esa era seguramente la entrada a la estación que utilizaba la gente del barrio. Ya que la escalera principal estaba detrás nuestro pero bastante lejos, para el lado de Avellaneda y tomando esa salida se iba hasta la Avenida Mitre. Todo aquel lugar era una ruina, los bancos para la espera de los pasajeros estaban en general destrozados y sucios hasta el punto de no poder ser utilizados por nadie. En otros rincones algunos vagabundos agonizantes hacían su siesta, rodeados de paquetes y bolsas de arpillera abarrotadas y anudadas de todas las formas posibles. Los cuartos de espera para pasajeros parecían celdas clausuradas y lo estaban de hecho. Como también lo estaban los baños públicos. Ya habían pasado varios minutos y el tren seguía sin arrancar. Mirar hacia el andén era lo que más me atraía mientras el sonido de las piedras seguía martillando cosas desparramadas por el suelo, una lata, una botella descartable. Pero sin preámbulo, Calavera, tomó una piedra, vi en su mano de largos dedos una piedra gris; como un triángulo de oscuridad y terror. Lanzó la piedra hacia abajo hacia las casuchas del barrio lindero a la estación. Antes había hecho un comentario malicioso acerca del chaperío y de la negrada que se convocaba allí. La piedra se perdió entre los techos o entre los patios. Había demasiadas cosas allí abajo los detalles se multiplicaban. Los techos de las casas en general pequeñas eran como un collage de chapas oxidadas y sobre ese recorte del espacio había objetos heteróclitos amontonados y soldados por el tiempo del estar al sol y la lluvia. Había hierros retorcidos, changos, canastos, trozos de lona, restos de artefactos, gomas de auto, y otras cosas no distinguibles. Calavera tomó otra piedra y otra, y de vuelta vimos esos puntos negros que desaparecían abajo en alguna casa. Guerri tiró al menos una sin demasiada convicción y riendo con desgano. La manera en que flexionaba el brazo y lo extendía para dejar la piedra librada al aire evidenciaba cierta incomodidad. No sé qué hacía El rata. Y no sé qué hacía yo.

 

 

 

5 Rojo.

 

Allí debajo de pronto, en un muy pequeñísimo blanco donde habíamos visto varias piedras perderse, apareció una figura de hombre, allí apostado nos miraba. Nos miraba, algo rojo y negro sin otros detalles nos había enfocado. Entonces Calavera gritó; ¡está subiendo el negro está subiendo! Subimos al tren y empezamos a surcar los pasillos en fila en la dirección equivocada, pues era acercarnos a la boca por donde el negro, según lo había nominado Calavera por vez primera, apareció en mucho menos de un minuto. Ratica iba adelante y yo lo seguía, detrás de mí venía Guerri y luego Calavera. El error estaba a flor de piel, por las ventanillas del tren siempre inmóvil vimos el pulóver rojo recorrer el andén. Iba echando fuego por los ojos, los brazos tensos y separados del cuerpo, el tórax parecía sufrir compulsiones de ira y su arrebato lo engrandecía confiriéndole un poder tan inusitado y excepcional para él mismo que tardaba en distinguirnos corriendo frente a sus narices, dentro del tren. A nuestro alrededor los pasajeros esperaban sin enterarse de nada, perdiéndose la oportunidad de ser espectadores de una caza fabulosa. Atravesamos el último vagón y el anteúltimo, me di vuelta y Guerri ya no estaba detrás de mí un poco más atrás Calavera se desesperaba, sin embargo no corría como nosotros. Al instante me di vuelta otra vez sin detenerme, Ratica era fugaz delante de mí, el rojo coló por una puerta desde el andén justo para interceptar a Calavera que pasaba de un vagón a otro. Lo tomó del cuello con la misma pasión con que una pitón se enrolla a una gacela, lo bajó del tren a la rastra incluso por los tres escalones metálicos de descenso, mientras Trapito gritaba-lloriqueaba; yo no fui yo no fui. Por la ventanilla vi a Calavera inclinado como si hiciese una reverencia, mientras el rojo lo acomodaba sosteniéndolo de los pelos y le propinaba la paliza. Cada golpe era calculado, no había derroche de violencia, los puños levantados danzaban un poco en el aire y luego se aplicaban con lo justo. Como un boxeador o una serpiente pitón; el cerebro en los puños o en los anillos.

Todo parecía estar recién comenzando, el rojo en breve terminaría con Calavera y saldría en busca del resto, no había jerarquías. Seguimos avanzando un poco más, el tren era percibido ahora como un lugar de máxima desprotección donde ni siquiera se podía correr a gran velocidad. Terminado otro vagón ya muy pasada la mitad del tren nos hallamos en una especie de furgón completamente vacío y bastante pequeño, no era del tamaño de un vagón entero. Una luz blanca nos inundó de repente. Ratica manoteaba con desesperación y risas escapando de su boca las puertas que había a ambos lados, pesadas compactas y completamente cerradas. Teníamos que salir del tren, no podíamos continuar porque la puerta de acceso al vagón siguiente también estaba cerrada. De manera espontánea sin hablarnos comenzamos a retroceder. Sólo veía al rojo viniendo hacia mí y pensaba en dos posibilidades; o correr hacia cualquier parte o armar una verdadera explicación de los hechos que lo aclarase todo.

Ahora corríamos otra vez hacia el final del tren —nuestro punto de inicio— como si nos entregáramos. A nuestra izquierda muchas puertas abiertas dejaban ver el andén, pero salir a ese campo abierto era exponerse más, a la derecha por donde ya habíamos pasado vimos una puerta abierta que antes se nos había disimulado cuando íbamos en sentido contrario. Por allí salimos del tren. Sólo podíamos caminar de costado en el estrecho sendero que nos permitía una de las caras laterales del tren y un alambrado ubicado como línea divisoria con respecto al otro carril. Avanzábamos sin detenernos medio agachados para que el rojo no nos pudiese ver si estaba recorriendo el andén en esos momentos. El tren se terminó y comenzamos a correr por la vía, a desandar todo el recorrido por el viaducto. Yo estaba permanentemente dándome la vuelta porque sentía, no podía dejar de sentir que lo rojo estaba sobre mí; la intensidad más viva de lo rojo —hecha materia en un pulóver— que jamás había visto. Ratica sólo me gritaba; ¡corré mierda corré mierda! Y de vez en cuando una carcajada resonaba desde el fondo de su garganta. Después de un breve trayecto y sin detenernos completamente tuvimos la idea de sacarnos la ropa que llevábamos. Lo que estaba arriba expuesto quedó abajo y lo de bajo arriba. El viaducto como un lecho que nunca se repetía nos había llevado en sucesivas curvas que habían tapado ya la estación y el tren. No se veía nada, hacia atrás sólo piedras grises, a los costados la baranda oxidada que parecía interminable. La calle abajo, de vez en cuando nos acercábamos a la baranda y mirábamos, era obvio comparado con nuestra situación que la calle estaba —gran oportunidad— ahí para perder y salvar.

 

6 El Nautilus.

 

Vimos la mole gris del acceso al viaducto ya muy cerca. Recién ahí me sentí más tranquilo. Cuando atravesamos todo el viaducto y pisamos tierra firme en el terraplén un tren se acercaba. Bajamos en picada impulsados por la pendiente de tierra y yuyos. Caminamos por una calle marginal del barrio de monobloques y salimos a Güemes. La escuela estaba a unos pocos pasos. La escuela esa tarde tenía todo el aroma de algo bien conocido. Un olor a útero, una sensación de resguardo, de receptáculo y de encierro submarino.

En la niñez todos fuimos seducidos por la cápsula que se sumerge en aguas profundas y recorre zonas cavernosas, nada importaba si la cápsula era hermética. O la casita donde nos podíamos meter para protegernos de enemigos imaginarios, allí nadie nos dañaría. Tapados con una sábana, un mantel, usando sillas, una mesa como techo, cajas y cajones para hacer una pared o una trinchera. En un auto también, como si fuese una nave uno conducía y evitaba todo tipo de obstáculos y el otro que podía ser co-piloto se encargaba de disparar los cañones. Pero siempre a resguardo en la añorada intimidad. La escuela esa tarde había devenido nautilus.

Y qué sucedió con Guerri que desapareció en mitad de la escapada... Días después lo cruzamos en algún pasillo o en el patio. Nos contó, muerto de risa, que se agarró un asiento y se quedó ahí haciéndose el dormido todo el rato. Después el tren arrancó y creo que siguió hasta Bernal o hasta Quilmes.   

         

      

 

      

 

24 agosto, 2020

El hotel, el aislamiento

 Hoy debí mandar una nota de voz a una mujer que me contaba que estaba en un hotel aislada con covid. Fue la primera vez que tuve la certeza de hablar con alguien que tenía la enfermedad. Alguien me lo contaba y pronunciaba mi nombre. Me quedé tan suspenso mirando la pantalla del teléfono como si eso fuese todo el mundo. Cada palabra que iba a pronunciar iba a ser una palabra que podía llevar tranquilidad, indiferencia, afecto, preocupación, no sé. Todo era al mismo tiempo muy cotidiano y muy excepcional, irrepetible y nuevo. Sí, recuerdo que la voz que salía de un dispositivo electrónico era una voz mucho más humana, mucho más presente que otra veces. Intentaba imaginar el rostro, el cuerpo, la edad, el hotel, el barrio, la habitación, el aislamiento. Tiempos de dimensionar.   

13 agosto, 2020

Morir solos o acompañados

 En Argentina siempre vamos un poco retrasados con lo del Covid. Por eso nos preparamos y diseñamos nuestros protocolos y colchones o aguantes contra la enfermedad. Hoy escucho que en otra cosa los comités, en este caso de bioética, tienen la posibilidad de pensar y preparar a partir de la experiencia de otros países. Cuando en marzo alguien nos quería alertar sobre la gravedad de la situación nos decía que en España, Italia, Inglaterra y otros países muy afectados, la gente se moría sola. Te llaman y te avisan que ya se murió y vas a retirar una cajita donde están las cenizas de tu ser querido. 

El duelo es y siempre fue importante. Es que la persona enferma en realidad ya no siente ni piensa en nada. Pero su soledad absoluta es la desolación y el arrasamiento del que espera que se cure o que se muera sin sufrir mucho. Por eso empiezan a hablar de esto de la muerte digna, un nuevo protocolo, en este caso para cómo nos merecemos morir. Ojalá pudiéramos hablar con los muertos, con todos nuestros muertos. Esa, sería, la gran consolación. 

Ya pasaron las épocas en que la sociedad parece estar obsesionada con los fenómenos paranormales y los medium, como a finales del XIX y principios del XX. Algo que según puedo recordar retrata incomparablemente Thomas Mann en La Montaña mágica. Tiempos estos en que es mucho más fiable y certero retornar al paganismo. Hacer culto de los antepasados. Poner las velas y encender los inciensos. Las voces de los muertos dando vueltas por la casa, haciendo temblequear los objetos de la cotidianeidad. Trayendo el sociego. Los abuelos, los bisabuelos, los que se fueron prematuramente, esos que no podemos imaginar qué mueca nos lanzarían si les hablasemos de nuestro presente incierto. Pero qué necesario y sanador nos resultaría compartir nuestras penas con sus voces del más allá. El ensayo necrológico mirado desde otro lugar.

08 agosto, 2020

Como en el jardín de Derek

Tengo que decir que en el patio de mi casa hoy me faltaban muchas cosas para sentirme Derek Jarman agitando su manguera entre sus setos y sus esculturas de hierro y despojos de navíos. Pero yo no me achicaba. Me faltaba el aroma salino en el aire y el aire en ráfagas rabiosas y en vez del zumbido lejano y atemorizante de la Central, escuchaba el run run molesto del acondicionador destartalado de la casa lindera. El mar está a más de 300 km con seguridad. Eso sobre todo faltaba.
Es probable que todos los que son mucho menos que un jardinero aficionado se hagan esta pregunta al tomar un sobre de semillas recién comprado. Cómo serán. Había pasado hace unos días por un local de plantas muy atractivo acá cerca, una linda tarde soleada en bicicleta. Me volví. En la vereda la vendedora había puesto todas sus variedades de aromáticas, la felicité. Realmente había muchas: salvia, romero, orégano, perejil, curry silvestre, cilantro, menta, albahaca, cedrón, citronella, muchas más que se me escurren... Yo le pedí semillas de flores, trajo una cajita que retenía de mi mirada y mis manos con determinación, no sé si por la pandemia o por temor a que se las arrebatase. Pero no creo, ya soy viejo y además qué pibe robaría semillas de flores.
Lo cierto es que las semillas de amapola que fueron uno de los sobrecitos que elegí son especiales. Por empezar adentro del sobre venían en otra bolsita transparente porque son tan pequeñas que sería imposible que no se pierdan. Del tamaño de un grano de arena pero oscuras. Llenas de vida. Adentro, claro tienen todo un espacio con sus moléculas de información. Hay que distribuirlas sobre la tierra como si se echara la sal y la pimienta. Luego hay que cubrirlas pero no con tanta tierra, 1/2 cm, pues tal vez nunca podrían llegar a la superficie. Luz, tierra, agua en finas gotas de rocío, todos los despertadores de estas ínfimas cápsulas superpoderosas. Justo cuando terminé la siembra se largó un chubasco. Apenas me dio tiempo a limpiar todo el piso del patio que había quedado cubierto de viejas hojas del otoño que terminó hace unos meses. Si todo sale bien dentro de poco germinarán amapolas en el tacho donde está la planta dolar, en el tacho donde están unos escualidos ajíes, alrededor de un cipres de maceta que aunque enano se lo aprecia robusto, en una pava vieja donde planté una érika que me regaló Momó, y otras especies cuyos nombres todavía no averigué, como una que me regaló en una latita de tomate mi amiga Eliana y se desarrolla espléndida.

06 agosto, 2020

El Paul Gauguin en Charles Strikland

¿Quién habrá estado más fascinado por contar la vida de los artistas, la literatura o el cine? La cuarentena me pone bastante confuso con los días, retengo los nombres pero suelo confundir los números, no es algo menor porque muchos trámites hoy día se hacen con la terminación del documento en combinación con el día; pares e impares.
Pero bueno, ayer vi un film de 1943, The moon and sixpence, eligieron traducirla como Soberbia. Sería impactante abrir un manual de pintura y que en el apartado diga de Gauguin es/fue  uno de los artistas más soberbios de la historia. Pero el film es cierto que toma como eje el yo despreciable del personaje central un tal Charles Strickland. El guión se basa en la novela de W. Somerset Maugham`s de 1919. Tiene muchas curiosidades para nosotros como todas las películas de aquella época.
Charles Strickland es un ser que sobre todo no experimenta el sentimiento de la piedad. Eso es lo que puede alcanzar, según puedo entender, solo una vez que logra huir arrastrado por su estatuilla aborigen hacia Tahití. No es que haya un encuentro con otros humanos por así decir pero al menos siente una debilidad especial por esa indígena bella y casi niña que se enamora de él.
(Me imagino que los directores y adaptadores de cine cuando hacen una película sobre artistas se plantean cómo poder contar una historia del artista x que a la gente que ve el film le resulte una historia digerible. Al menos eso se evidencia en estas películas monocromas del siglo 20 y da un poco de risa). No puede ser, el tema central, las búsquedas del color o el arrastre de la estatuilla hasta tierras vírgenes exóticas. Es que eso haría que nadie quisiese producir el film y después verlo.
Deberíamos poder ver esa vitalidad o esa conexión estatuilla-selva-mujer-lienzo. Más allá de que no podemos ver los colores por ser, otra vez, una película monocroma.
Digo la escena del casamiento de Charles Strickland y la niña lo dice todo. Esas típicas histerias europeas de que los insectos, en este caso avispas son molestas y no permiten ni respirar. La mejor definición de fascismo que se me ocurre en este momento es que para poder ser feliz siempre hay que eliminar algo.


01 agosto, 2020

Huellas

Las imáges son en definitiva lo único que nos queda. Siempre. Esas imágenes de la primera vez de algo. No sé si es una condición de la infancia y sus múltiples momentos de éxtasis o algo que tiene más que ver con las experiencias determinantes de la vida de cada uno. De la infancia tengo muchos de esos momentos ambar en la memoria. Las calles del barrio, las ramas y estar subidos a los árboles para juntar bolitas de paraíso. Hacer gomeras con ruleros pero sobre todo lo que es cazar mariposas con ramas. Y otra imagen que para mí es muy fuerte es cuando fui por primera vez a la casa que mis padres compraron porque necesitábamos una casa más grande y en una mejor zona según dijeron. Todavía los adultos me superaban mucho en estatura, yo apenas le alcanzaba la altura del ombligo a los más altos. Esa tarde cuando abrieron la puerta de la casa me colé entre los cuerpos y me sentí atraído por la ventana que daba al fondo de la casa. Miré por la ventana, sentí la profundidad del espacio y el tono verde oscuro de la maleza. Tardé bastante en comprender las ondulaciones de aquel colchón vegetal que cubría todo el espacio hasta un metro de altura. Las matas dibujaban formas irregulares, como cuando sobre un conjunto de objetos bien distintos por sus formas se estira una sábana homegénea que los cubre a todos. Solo había dos objetos que no estaban cubiertos de campanilla en la vastedad del terreno, angosto pero muy largo; dos árboles cítricos, un mandarino con aspecto enfermizo y un naranjo de tronco compacto y verdoso como un musgo viejo y casi marrón.
Hoy terminé de leer el diario de Jarman, en las últimas líneas él habla de imágenes que lo visitan, aunque no son demasiado hospitalarias. Él las llama demonios. Un diario por lógica termina cuando el autor se muere o simplemente cuando como el mismo Jarman señala, se va esfumando ese deseo de registrar. Él usa la palabra apetito. Curiosamente la lectura de un diario, al finalizarlo, genera una suerte de desprendimiento que duele. Pues se va haciendo un acostumbramiento a esa companía, alguien que nos relata sus días. Por lo demás Jarman no es muy afecto a andar especulando o haciendo observaciones teóricas. Más bien vuelve una y otra vez. Insiste como las plantas que crecen donde uno no querría que crecieran. La insistencia de la vida por la voluntad de la vitalidad contra la eficacia de la enfermedad y los males de la naturaleza. Eso es entiendo, lo que hace el exquisito Derek a lo largo de estas páginas que me han acompañado en el encierro.