28 julio, 2013

La espuma en un vaso de cerveza

 La madre parecía mujer de pocas palabras. Ese anochecer prematuro por ser aún invierno fue la segunda y última vez que la vi, a la madre. Todavía conservaba cierta belleza, al punto de estar en pareja -pese a tener su carne ya un tanto ajada- con un hombre veinte años más joven. Sacó un vaso de la alacena, un vaso transparente de boca ancha y no muy alto, lo apoyó sobre la mesa de fórmica anaranjada. La casa estaba limpia. Era una casa sencilla en el conurbano con algunas avenidas raquíticas asfaltadas y muchas calles interiores de tierra, pocos árboles, casas de material que se habían terminado con lo justo. Su casa carecía de estilo, sin decoración interior, parecía cómoda. Parecía vacía. 
 Creo que esa tarde cuando la acompañé a hacer las compras para merendar el almacenero la miró pícaro y le preguntó cuándo se iba a casar... Ella le mostró la amplitud nácar de sus dientes de su boca roja de su mirada evasiva y provocadora de cierva joven y bella.   
 Se sintió el tin prolongado y metálico del envase de cerveza chocando sobre el borde de los vasos y el líquido ambarino llenándolos con convicción. El primero para Eduardo que estaba seguramente echado en la cama mirando tele en el cuarto de la madre que cuando ellos dos no estaban se cerraba con llave. Otro vaso para ella misma otro para mí otro para la hija. Todo esto lo hizo, la madre, al mismo tiempo que preguntaba si nosotros queríamos. No me dirigía mucho la palabra pero me invitaba a tomar cerveza en su propia casa y casi no me conocía. O ya creía conocerme y eso le gustaba. Un rato antes yo había estado a oscuras en la habitación de su hija intentando desnudarla y fallando. Apenas había logrado lamer sus pechos con una desesperación casi ridícula mientras se escuchaba la tele en el living y ella riendo de un modo que me exitaba más aún dialogaba con su abuela de una habitación a la otra. La abuela no sabía. Pero el líquido sí había entrado en el vaso. La sustancia con su delicia ambarina llenaba el vaso y una capa de espuma ascendía y se asentaba casi sobrepasando el borde. Eso hacía la madre; eso hace una madre cuando vislumbra. El silencio era atravesado por lo que vertía en el vaso. El silencio se llenaba de líquido que subía como una fuente que se iba llenando y arriba florecía la espuma y las ganas de abalanzarse se podían contener porque era agosto y lo que calentaba no hacía urgir el hambre y la sed. Ella daba vueltas a mi alrededor pero en el momento en que la madre apoyaba la Quilmes sobre el vaso de boca ancha se había sentado; expectante. La turbulencia ambarina en el vaso, revolviendo desde el fondo y llenando de líquido el vaso y las burbujas subiendo y entrechocando entre sí. El vaso lleno, estable, lleno de repente, lleno y listo. El color aclimatado y desde el fondo no paraban de subir las burbujas que se pegaban a la espuma como en natural cópula y desaparecían.
 Ella ya no estaba en la cocina. La madre no me daba charla. Sus movimientos me distraían y dinamizaban la escena, le imponían a la escena la energía para que nada de la noche se opacara. Y como yo no sabía charlar aún, la luz palidecía a cada rato. Ella, en el baño se miraba al espejo y retocaba la carne de su boca hermosa, amplia, juntaba sus labios y hacía resbalar el lápiz labial en la carnosidad de su boca, no la veía en ese momento pero lo podía adivinar. Después nos fuimos a la noche. Después la madre juntó los vasos con las sobras de la cerveza que habíamos tomado. Aunque estaban juntos los vasos sabía cuál era el mío. Solo espuma había dentro del vaso. Fuerzas extrañas se anclaron en aquella madre lectora, a la sombra a la noche, cuando se disponía a lavar vasos y a leerlos; la borra de los vasos. Porque la espuma, tenía muchos dibujos para devolverle a una madre que no era en ese momento, ya, precisamente una madre. La espuma le devolvió todos los signos y todas las destinaciones que me señalaban. Todos los hijos no natos suspensos con sus bracitos semiextendidos en gigantes frascos de formol detenidos en el tiempo y flotando en líquidos verdosos. Todas las familias infértiles y los hijos de los hijos de los hijos, imaginarios. Como la tierra que había estado yo pisando para llegar a la casa en aquel barrio del sur. Seca, apisonada, fácilmente volátil. Los pibes esos en la esquina raquítica desértica, esa hostilidad en las miradas, unos meses antes me habían corrido a botellazos limpios. Pero la había ido a buscar igual, vacilando las piernas pero sin miedo en la cabeza. Intentaba, a ella, amarla.    


   

24 julio, 2013

000 día

 Había anochecido ya y la calle estaba empapada. No llovía. Sí... era una lluvia pulverizada menos, todavía, que una garúa, es decir ni siquiera se sentía en el rostro el agua. Pero se notaba en la oscuridad azulada del asfalto porque hacía días que la humedad no aflojaba. En la esquina me detuve con las bolsas cavilando risueña en el excelente departamento de marketing del club día y me pregunté cuál sería el estatuto de un ejército semejante. El ejército de los 12 días. Las ahorristas autoconvocadas que con su tarjeta roja con su fucking tarjeta roja engarzada en el llavero desestabilizarían la economía local. Provocarían desabastecimiento porque con poca plata habrían hallado la fórmula de oro, la diagonal capaz de llenar todas las alacenas, para convertir unos magros pesos y unas cuantas bonificaciones -del 15% si lleva más de tres del 10% si lleva dos iguales y del 25% en frutas y verduras- en los días finales en que ya todos somos espectros. 
 Acumulan en sus locales clandestinos montañas de productos que se llevan con todo derecho de todas las cadenas. No hay tarjeta, no hay negociación ni sobredosificación que las aguante a estas ahorristas expertas! Han encontrado la fórmula del ahorro y es demasiado tarde para ponerle un freno a todo esto; esto ha derrapado. Los tomates no alcanzan a madurar y el pure en sus envases tetrabrick es una fiesta. La góndola se queda cerca de las heladeras zumbantes, temblorosa, y vaciada toda espolvoreada de harina para todos los usos 000.   
 Parada en la esquina y con las bolsas caídas me quedo mirando en derredor mío. El ejército de los 12 días me conmueve; soy una más. Dentro del bar distinguido, a través de los vidrios limpios las veo. Finjen ser novias, finjen citarse por primera vez con sus futuros novios o maridos, se hacen las santas. Pero en realidad militan para la causa de ahorrar y destruirlo todo de una buena vez. A pocos metros casi al lado del contenedor de basura que rebosa, bajo unas frazadas de cartón un bulto duerme una larga siesta de vino rancio. Las bolsas grandes y medianas, lo que se recicló y se mezcló se desperdiga y se apelotona dejando huella tras huella de hedor. No se ven las rendijas, no se ven las junturas de las baldosas porque la mugre sella las veredas y se pone a la altura de los cordones que quedan disimulados por botellas aplastadas, cáscaras distorsionadas, pañales apelmasados, ropas hechas un bollo, cosas irreconocibles, quemadas. Restos de lo que hacía unos días era un plato de comida. 
 Respiro profundo y levanto las bolsas del suelo, las bolsas abarrotadas de productos de primera necesidad. De mi boca salen unos espesos halos de vapor que se contornean en el aire y resplandecen de azules breves. El empedrado está desierto. Pasa una 4x4 a paso de hombre con los focos altos alumbrando, deteniéndose cada tantos metros como si buscara una persona o un lugar. Luego, sobre la persiana de un negocio cerrado y hasta abandonado, lo veo. El decollage. La humedad de los últimos días y el agua revoleándose imperceptible como un vaporizador han trabajado todo ese material adherido a la persiana. Trozos de cartón y afiches se han ido desprendiendo, se han formado agujeros que parecen hechos por un dedo entrometido y que han dejado a la vista capas de capas. El farol de la calle ilumina por unos segundos un ojo -de un personaje de la política?- que se apelmasa abajo entre rojos y negros. Sigo una línea roja un trazo que sin estar parece avanzar en el espacio como una diagonal nítida. Ahora se puede leer allí abajo, doy un tirón y cae al suelo un buen pedazo de capas que suenan en las baldosas a mis pies. El decollage se conforma como un cosmos naciente de dolores y colores aletargados. Lo logramos leo. El ejército de los 12 días, diceun poco más abajo, pero con la misma caligrafía con el mismo firme rojo.
 Su designio, no usurpar el poder del estado sino destruirlo. Destruir las grandes cadenas de mando, las economías mundiales logrando que las redes de la producción y la distribución comiencen a girar como una perinola enloquecida que nadie -el estado- puede detener y cada vez que choca contra un borde deja un agujero que comunica con el abismo.
 Así y todo el ejército de los 12 días no era una práctica o una conformación prohibida por el estado. (Ahora puedo hablar en pretérito porque he leído en el decollage todo lo que podía leer acerca de un futuro inexistente). El ejército era lo que Hobbes llama un sistema irregular aunque legal. Ya que pese a su condición natural estaba tolerado por el estado siempre y cuando se mantuviera en cierto cauce de normalidad. Un detalle importante es que se trataba de una reunión de personas que carecía de representación. Esto explica por qué el estado llegado determinado momento fue tapado por esta gran ola a la que no pudo prever y que carecía de las armas necesarias para destruirla, justamente porque necesitaba para poder castigar que exista cierta idea de representatividad. El ejército de los 12 días no tomaba decisiones por medio del voto, la asamblea y demás artilugios jurídico-legales; ni siquiera había decisión. Solo crecimiento rizomático, a la Deleuze, contagio y afectación molecular, pocas o ninguna idea. En este pasaje del Leviatán, cap 22, Hobbes marca la diferencia: "Si se impone una multa a la corporación, por algún acto ilegal, únicamente son responsables aquellos en virtud de cuyos votos fue decretado el acto, o con cuya asistencia fue ejecutado. En ninguno de los restantes puede existir otro delito sino el de pertenecer a la corporación; delito que si existe, no es suyo, puesto que la corporación fue ordenada por la autoridad del Estado".
 El instante en que la reunión de gente que sale a hacer compras deviene ejército es de una delgadez áptica que desafía todo atributo y el pisotón mecánico del estado por mas que le asienta todo su peso encima no llega con sus pezuñas inmensas a tocarla.
 Vuelvo a levantar las bolsas del suelo, pesan, las manos duelen y se desesperan por llegar. Qué fastidio! Una simple compra no puede demandar tanto tiempo! Sin embargo poco antes de estar ya disponiendo todo lo que debe ser apilado -las galletitas con las galletitas, lo que debe ser freezado antes que lo demás, las legumbres aireadas más abajo y la carne arriba- deseo volver. Me digo que mañana volveré pero tal vez mañana el decollage haya sido intervenido por otro transeúnte o cosa semejante. Tal vez pude haber descorrido más piel, barrido más escarcha, más polvo, más cosas aparecerían al tironear y desprender los despojos. Lo logramos, el ejército de los... Solo eso desvelé.  

06 julio, 2013

Luces titilan

 No sé si me enamoré de tus luces o de vos.(...)como un paranoico regresa a sus obsesiones, dice Henry Miller en su Black Spring, con los ojos fijos en el asfalto irremediable que refleja la negrura y la humedad fría. Recuerdo haber pasado hace un tiempo por esta esquina pero era verano, una tarde a la hora agobiante, poca gente en la calle, antes de pasar por la esquina ya sabía cómo se me iba a presentar, veía desde lejos esa depresión del cemento, su capa de polvo su tensión solar. Los lomos de burro de plástico negro atornillados al cemento con gruesos bulones brillantes que cuando las gomas se deslizan por encima hacen un sonido como un plaff paff, y se repite. Luego de años la ciudad es ya un organismo al que se le conocen los más mínimos detalles pero sobre todo los del pavimento. Cada grieta, cada cuneta, las sanjas secas y vacías y las llenas y rebosantes, sin vida. Los hierros incrustados, las sobras, los metales desgastados que la luna hace resplandecer; todo lo que se puede y lo que no se puede pisar, lo que se debe esquivar y admirar.
 Más adelante titila algo rojo vivo  y algo blanco incandescente es un titilar lento pero de una intensidad que parece que midiera el avance de las cosas que van hacia allí. Ahí es cuando pienso que voy a acercarme a ese titilar, parece una coordenada que debería seguir... antes de llegar. Qué haré... Diré... No sé si me enamoré de tus luces o de vos. Y Miller dirá (...)que sólo permanecerá en el recuerdo; y entonces el recuerdo se mete más adentro con una extraña y absorta brillantez(...) La pausada luz roja y la aún más pausada luz blanca se van turnando cuando titila una la otra calla. Se turnan como dos mesurados bichitos de luz en la oscuridad profusa de las calles donde el imperativo es siempre avanzar. Tal vez al doblar en una esquina cualquiera tan erráticamente, sea lo mejor, perder de vista ese titilar entre la niebla que de a poco asciende y desciende gélida. Sin dar tiempo a que todas las intenciones y deseos que se deslizan se sumerjan en vacilaciones convulsas. Y, que sea ese el motivo -pero que no lo sea!- de no poder aproximarse y prorrumpir en esas tesis del sueño: No sé si me enamoré de tus luces o de vos.