24 marzo, 2013

La raja entre los mundos

 Los sueños brujos nos llenan de pavor muchas veces al despertarnos; siempre hay algo siniestro en esa clase de sueños. Pero a diferencia  de otros sueños, y, más allá del placer que nos provoquen, los sueños brujos son interferencias que nos empujan, nos convocan y nos llevan a una cierta transformación. El día no puede ser un día cualquiera luego de tener un sueño brujo. En el mejor de los casos será todo un devenir. 
 En nuestro sueño brujo algo nos tendió la mano, las manecitas -mejor sería decir las garritas- la vista nerviosa, los movimientos trémulos y fugaces. En la otra orilla de la laicidad devastada o teatralizada...   Aquí solo lagartijas, como aquellas que eran las brújulas cósmicas de Carlos Castaneda en Las Enseñanzas de don JuanAndaban por ahí, simplemente andaban por ahí las lagartijas. Por el pasto por el campo. Una zona semiurbanizada como si dijéramos Cañuelas o Lobos. Apenas nos acercábamos un poco a ellas salían disparadas, se alejaban y desaparecían entre los pajonales que rodeaban las pocas casas. No se dejaban atrapar pero a la menor distracción ya estaban ahí como insistiendo. En el campo, en la calle desértica en la tierra se mostraban torpes, moviendo sus cuatro patas y su larga cola con dificultad. En el llano más se parecían a lagartos apesadumbrados, grises, pero apenas copaban el matorral se volvían atléticas y de tan rápidas parecía que se sambullían en colchones de yesca hasta desaparecer. Acaso habremos tardado tanto en interpretar los signos que las lagartijas lanzaban en todo el entorno de la calle desierta extendiéndolos sobre el horizonte cercano...? Porque más tarde una de ellas apareció clavada en un asador de campo. Estaba preparada para la faena, iba a ser devorada, ya no tenía cabeza, había sido abierta y despanzurrada, su carne anaranjada brillaba todavía aunque ya no había sol y atardecía. 
 Pero siempre volvían en el campo eran torpes y en los matorrales desaparecían rápido. Y se mostraban. Insistencia de las lagartijas, en general dos. Y lentitud sobrecargada de la interpretación. El dúo retornaba cuando oscurecía y parecía que se ponían a danzar entre las carpas. Si se les daba por subir por la pendiente bañada de rocío en los cubretechos anaranjados era extrañísimo observarlas. Daba la impresión de que se erguían y dúctiles y livianas caminaban hasta el vértice de las carpas desde donde se tiraban deslizándose sobre sus panzas que reverberaban con la claridad de la luna. Temíamos acercarnos demasiado y asustarlas. Preferíamos divisar con dificultad sus gestos hasta que pudiéramos adivinar que algo nos estaban diciendo. Cualquier movimiento podía tener un significado especial, si se alejaban hacia los matorrales o corrían hacia el sur. Si parecía que danzaban o se mantenían expectantes como presas, ellas mismas, de una visión repentina. Cualquier cosa podía pasar de un momento a otro; aunque no pasara nada. Atardecía y todo estaba en calma. Pero no podíamos distraernos! Como le había dicho Don Juan al aprendiz de brujo: "El crepúsculo: ¡allí está la rendija entre los mundos!".  

15 marzo, 2013

He olvidado mi paraguas otra vez

"He olvidado mi paraguas" esa frase de Nietzsche que aparece en los textos llamados postumos y que no se sabe bien si es una cita, un proyecto de escritura inconcluso, algo oído por Nietzsche en algún lugar y simplemente apuntado con una intención errática o con una dedicación inintencionada. Frase que al pasar del tiempo se entraña, se consolida, aunque eso es como algo bastante no querido por las fuerzas que devienen. "He olvidado mi paraguas" es una frase que no dice nada, no se sabe qué quiere decir o cómo debe ser interpretada, como no se cansa de decir Jacques Derrida en Espolones
 A la noche vamos caminando, está medio oscura la noche o es la ciudad la que está oscura -hay cortes de luz?- no es fácil de determinar eso en la ciudad. En el río, en la montaña, en el campo alguien que cruza la acequia jamás se plantearía un dilema tan tonto. En las veredas los soretitos se empequeñecen y se agrandan, en las esquinas paramos -el olor de ese bar al que aún nunca fuimos se siente cercano- y los autos pasan muy cerca de nosotros, los autos voraces siempre lo rozan todo. Las luces debilitadas bañan todo de un tono... cómo decirlo, como en un manual de poesía, no puede faltar la palabra mortecino. Cruzamos el asfalto recién arreglado pisando las bandas blancas por donde caminan algunos peatones. Hay todavía mucha gente en la calle. Y en la penumbra, la ochava se nos echa encima y nos muestra toda esa acumulación de paraguas muy quietos dentro de la paragüería. La paragüería ya cerrada con cortina metálica baja pero que permite ver hacia el interior las repisas con paraguas, las tarimas con paraguas abiertos, expuestos, las filas de paraguas colgados, cerrados, de colores pasteles, brillantes, a lunares, con motivos, otros más snobs o más pequeños o esos con punta más formales, más histéricos, más estilizados más hostiles. Estar dentro de una tienda de paraguas cerrada solos ahí entre medio de todos los paraguas quietos rodeándonos, marcando el espacio, diagramando la forma del espacio debe ser algo que del orden de lo siniestro no puede alejarse. He olvidado mi paraguas titanic. Un paraguas titanic que ya había sido olvidado en un recinto de una oficina pública. En un lugar público nada puede durar, la necesidad es como un terrón de azúcar sobre una mesada sudorosa asediada de hormigas. Una gota de agua que se desliza en la arena candente del desierto famélico. La cadena de los paraguas olvidados se reproduce sin producir absolutamente nada pero sin dejar de ser la máxima certeza de ser el olvido mayor, e irrebatible, en tanto verdad que se afirma en el día olvidado.