31 marzo, 2014

La grúa

 Máquinas, máquinas por todas partes, en particular grúas. De varios tamaños pero todas respondían a un mismo diseño hipertecnológico. Todo era reluciente, nada rechinaba, las filas de grúas se alistaban para los trabajos en el gigantesco hangar donde estaban estacionadas. La pintura brillaba algunas eran blancas otras naranjas o marrón cremita. Estábamos atónitos viendo las partes de cada grúa, observando que tenían entre ellas leves diferencias, sobre todo si eran distintas, era por el tamaño; algunas un poco más voluminosas y altas que una camioneta utilitaria y otras parecían dinosaurios mecánicos e informatizados. La parte frontal apuntaba hacia adelante con la forma augusta de un caballo visto de frente o de costado, y algunos cables gruesos y mangueras flexibles que seguramente comunicaban al mando donde se ubicaba el operario, parecían configurar un gran sistema nervioso. De lejos esas mangueras, sobre todo mirando las grúas de costado, simulaban las riendas de un gran caballo mecánico que si hubiesen estado construidas con madera se habrían parecido bastante al soberbio caballo de Troya con que los griegos devastaron la famosa ciudad. En la base donde terminaba la cabeza de caballo se ubicaba la cabina desde donde el operario manejaba los comandos de la máquina luego continuaba una especie de prolongación como si se tratase de la parte posterior de un camión semi. Pero todo transmitía la idea de algo compacto, sólido y de un peso descomunal. Las ruedas se alineaban de a tríos, dos tríos de ruedas macisas en la parte delantera y otros dos pares de tríos en la parte trasera. Por lo demás para los trabajos de mucha fuerza cada grúa desplegaba hacia los costados unas patas mecánicas que se ajustaban al piso magistralmente, como si estuviesen dotadas de sopapas dignas de la succión de un octopus superdotado.
 Quien nos mostraba amablemente aquel estacionamiento de grúas era llamado Cacho por el resto del personal de la planta. Pero no llegábamos a darnos cuenta si Cacho tenía algún tipo de autoridad en el lugar. Nos explicaba las máquinas, nos señalaba sus partes para qué se usaba cada cosa.
 De pronto en la grúa más grande nos dimos cuenta de que el operario a cargo había pedido autorización para ponerla en marcha. Permiso concedido se ubicó en la cabina y encendió la inmensa máquina, que pese a su tamaño titánico en comparación con la figura del hombrecito dentro de la cabina, no hacía más que un zumbido. La cabina se separó del cuerpo principal del aparato, y comenzó a ascender a gran velocidad por unos rieles rígidos que la misma grúa tenía dispuestos e iba desplegando hacia arriba a medida que la cabina subía. Por tanto la cabina de mando quedó en suspenso como a cincuenta metros de altura. No se distinguían ya detalles de la persona que estaba allí arriba. Cacho no dijo nada como antes sí había hecho, cada vez que una grúa se había puesto en marcha nos había apuntado qué función cumplían las partes que se ponían en funcionamiento, para qué servían esas partes, sus nombres, lo imprescindible de cada pieza. Esta grúa en la parte frontal tenía un riel con un cable de acero y en el extremo inferior una maza en forma de herradura que calculamos, ya que Cacho mantenía mutismo, pesaría media tonelada. La herradura comenzó a bascular como un péndulo pero pegando aceleraciones repentinas, en verdad en aquel recinto que se parecía bastante a un estacionamiento techado no había lugar para que nada basculase. Con cierta opresión en el pecho corrimos la mirada hacia el costado en que estaba Cacho parado, pero Cacho no estaba. Lo buscamos con la mirada esforzando la visión entre tantos obstáculos que se desparramaban en el salón entre tantas plataformas, guías inmensas y aparatos clerk que iban y venían llevando pales repletos de bultos envueltos en papel film . La herradura impulsada y volando como un rayo dio contra una mesada de hierro que estaba justo a unos metros de nuestro punto de observación. La mesa quedó literalmente reducida a una bola de hierro retorcido y la herradura siguió fuera de control. Haciendo añicos todo lo que tocaba. Ninguno de esos choques erráticos hacía que su fuerza disminuyese un ápice. Cada segundo su efecto demoledor empeoraba o mejoraba. En la planta parecían haberse ido todos, no solo Cacho que simplemente se había esfumado. Era confuso, no se percibía exactamente si todos se habían ido pero lo cierto es que de repente habían cesado las tareas que se desarrollaban con normalidad un minuto antes. Por qué nadie avisaba que esa máquina estaba fuera de control? Por qué el operario permitía, si no se trataba de un psicópata, que esto sucediese? Para colmo, allí suspensa en la altura y con una polvareda que aumentaba y ascendía efectiva no se podía distinguir al responsable. ¿Tal vez el operario allí arriba intentaba en vano controlar el vaivén fulminante pero algo se lo impedía, un problema eléctrico, un problema mecánico, un problema del sofware que controlaba la máquina? Pero entonces por qué no pedía ayuda? Nos tiramos al piso con brusquedad porque vimos venir hacia nosotros la herradura, donde debía haber un gancho, a grandísima velocidad y creímos que nos arrancaría la cabeza. Antes se enganchó con el paragolpes de un montacargas que estaba cerca y arrastró el vehículo un buen trecho hasta que le arrancó el paragolpes entero que voló como una roca que se dispersa en el espacio sin sentido y hacia ningún lugar. Ahí estaba la gran grúa demoliéndolo todo sin piedad, con avance impasible y certero. Para dónde escapar hacia dónde ir? La vacilación y la intención de huír de repente parecían atraer como un imán o una vendetta a esa herradura que poco a poco iba desollando la edificación; y nada quedaba en pie. Nos acurrucamos bajo la armazón de unos andamios con ruedas creyendo con inocencia que la herradura demoledora allí no llegaría por estar aquellos en un costado recóndito. Pero llegaría... Nos dejamos invadir por pensamientos de despedida, antes de ser destrozados.       
      

09 marzo, 2014

Ni vos ni voto, dice la voz

 Una estaba sentada en su cuarto haciendo su guardia y otro cerca de ella esperando su guardia o lo que ella iba a decirle cuando lo mirase y le diera algo de aliento. Entonces uno le pregunta a una que estaba sentada cerca también de su silla con las manos apoyadas sobre su cabeza y sus pelos dóciles que iban de a poco encaneciendo. O era que sobre sus cabellos tenía un soplo de ceniza pero si ese hubiese sido el caso de dónde hubiese venido ese soplido, ¿acaso de la divinidad? El dios del pasillo. El dios del pasillo larguísimo, como los romanos que ponían dioses en todo su derredor de su vida cotidiana tumultuosa y ciudadana y guerrera. Uno entonces no esperó que lo mirase y le preguntó que si se iba a adherir o mejor dicho que si lo había hecho, porque era algo que ya había sucedido antes. Dijo que no lo había hecho que no lo había hecho porque no estaba segura porque lo había pensado pero ante la duda y el desconocimiento no estuvo segura de hacer tal cosa que no significaba después de todo tanto. No terminaba de entender ni de convencerse en medio de las habladurías o de lo que en el pasillo se decía y ante la falta de información decidió no hacerlo porque después de todo qué se pierde o qué se gana si ya todo está escrito al final del pasillo. Pero en conclusión, dijo, no entiendo qué, hacia dónde, cómo, cuándo, dónde. No. Bueno, le dijo, si te parece podría contarte como un cuento de las luchas de la pujas y tal vez eso te ayudaría después a decidir. ah ah me encantan ahh las obras maestras del relato breve le dijo a uno que estaba cerca de ella sentado también y al que luego le iba a decir que estaba sola en su cuarto y que lo esperaba para que la penetrase de partículas amorfas que tal vez luego adquirirían esa tonalidad cenicienta que era en definitiva la que cubría sus cabellos y hasta ahora, además, parecía que estaba perfumada de viento de montaña de roca y sal. Hay, o mejor dicho, comenzó, había una vez. Había un montón de esclavos que trabajaban un montón como buenos esclavos que eran, claro, pero bueno, lo que eran en realidad no era esclavos pero es para mostrar que estaban adiestrados para serlo si querían y bien por esa actividad el estado, el empleador, el monstruo -para decírselo uno a lo Nietsche-, el rey momo el que puede adoptar todas las formas les lanzaba un jornal a la cara. Cada vez que se podía digamos una vez al año pero los malditos esclavos, histrionisaba uno, querían que fuera un poco más seguido, se juntan o se juntaban o se juntaron o lo hacen y conversan y discuten con funcionarios para que aumenten los jornales de los esclavos. No lo hacen directo con los esclavos. No. Es que son muchos, son demasiados e impetuosos. Los ejércitos de esclavos tienen representantes que van y arman toda una gigantesca fantochada de que se enojan y amenazan que si los grandes administradores no largan unas monedas para los esclavos puedan comer mejor entonces la máquina se para, y se para. Eso hacen los representantes, pero por abajo ellos siempre hacen acuerdos que indignan a los esclavos que también empiezan a empujar de manera impredecible o predecible o manejable, maleable, moldeable. Los representantes toman la lente esa que usan los tasadores de joyas y evalúan a ver como está el sector. Los administradores a su vez evalúan a ver hasta qué punto las pantomimas de los representantes son lo que son o la apariencia de lo que no son ni será nunca. A veces los representantes se ven atrapados en horribles disyuntivas como cuando bailan a dos puntas temiendo ser destrozados como dionisio en un rito o bacanal. Con los esclavos se jode o no se jode. Los representantes, todos, algunos, la aman a Daenerys a la princesa la lamen la soban la engordan hasta que estalla ¿de furia? de algo, y llueve dorado eyacula, oro. Quieren o no quieren los representantes no quieren separarse del amor hacia la princesa pero si se quedan demasiado quietos pueden ser aplastados por los tiempos del destiempo, de ir. Sentados los dos en sus escritorios correspondientes, amplios como son los escritorios de una oficina pública. Se miraron los unos a los otros y una sonrió al que acababa de contarle para informarle o deformarle lo real que los esperaba a la vuelta de una asamblea en la que estaban ausentes.