10 enero, 2017

Crema del cielo

 Los helados gigantes que preparaban en la heladería Get, eran así; llamaban a todo el mundo con sus cremas de colores y por más altos que fueran servidos con maestría nunca se iban a desplomar. Lo bueno es que te ponían una base medio cilíndrica medio cónica en la cual el cucurucho encajaba, era de plástico y eso permitía que si el helado chorreaba no te ensuciases las manos y te quedaran pegajosas. Siempre pedía crema del cielo... y no podía entender cómo de una idea tan buena como era ir a tomar un helado podía de pronto desparramarse esa desazón. Esa preocupación de que algo malo podía suceder en cualquier momento. Pero qué era lo malo que podía suceder en cualquier momento más bien ninguna cosa, solo un frío, un temblor un tomar el helado ya como ido y como queriendo que desaparezca que se funda. Después, lo que más... lo que más... era quedarse viendo cómo el helado iba cayendo sobre la vereda sobre las baldosas y el líquido se calentaba y se mezclaba. Siempre los helados se conectaban con esas cosas que terminaban siendo duras cosas, fosilizadas de frío en una noche que se ponía más ventosa de lo esperado y se vaciaba como un extraño fenómeno de estío. Había unos chicos en la heladería... -y como en sueños de pesadilla siempre decía lo mismo no quiero estar mirando atardeceres como los pibes bobos del cuento de Quiroga-. Porque el helado tenía que ver con la noche, con todos los fantasmas que salen a la oscuridad y las drogas. Ya que era evidente que esos tres pibes ahí sentados dentro de la heladería -llena de una luz blanca insoportable despojada de cualquier cosa cálida o natural- se bamboleababan uno encima del otro. Pero entonces la droga te pone así de bobo, así de enfermo, así de solo devastado; mirá esos chicos están drogados me dijo. Ante semejante cuadro de horror prefería quedarme en los sillones hamacándome y mirando las baldosas las uniones entre las baldosas y el helado derretido corriéndose de a poco y penetrando en los intersticios. Mi abuela me servía el helado y lo comíamos y siempre nos hacía el mismo comentario: qué frío que está! qué frío! Y yo me quedaba sorprendido la miraba y pensaba que claro en efecto sí es que las cosas son así y que era el frío lo que buscábamos algo que nos hiele que nos reactive y en un punto era cierto que siempre se repetía esta secuencia de deseo y de querer salir huyendo o de quedarse viendo todo aquello, cómo la tarde iba poniéndose pálida y desabrida pero refrescante. ¿Habían comido helado los pibes estos enfermos del cuento de Quiroga? ¿Les chorreaba el helado obscenamente por las piernas? ¿Se les pegaba la piel sudada de los muslos a la cuerina turquesa de las hamacas? ¿Se quedaban allí sentados mil horas con el local ya semivacío y tal vez abandonados u olvidados por los mayores? ¿Eran realmente idiotas o estaban más bien recontradrogados?