16 julio, 2016

Los deseos

 Nos despertamos pensando en pedir tres deseos. Un deseo estaba apuntado sin lugar a dudas hacia el perrito blanco que había salido como una flecha. Otro deseo estaba apuntado hacia la posibilidad del primer amor. Y por encima de todo eso o sosteniendo todo aquello el pedido era que se cumplan los otros dos deseos. 
 El deseo de que el perrito blanco estuviera bien. 
 Porque cuando nos muramos vamos a verlo al perrito blanco saliendo como una flecha hacia la calle, disparado porque sí de puro contento, escapado, creyendo que está burlando alguna ley física. Ya no podemos pasar por esa calle, la evitamos, qué calle qué nombre de calle siempre por aquí nos han parecido difíciles de retener los nombres de las calles.
 Las cosas determinantes, las duras las difíciles de asimilar, las calientes las muy frías las despojadas, las solas cosas, siempre pasan sobre el pavimento, el azul. Allí vemos las cosas solas vulnerables, lo que se disuelve lo que no resiste la embestida lo que es rápido pero al fin lento la reacción de aquello que no ve que no ve que viene algo, sobre sí, sobre lo frágil de la carne a la que se dice siempre amar en el momento ese donde todo ya está terminado. Y entonces apagaron las luces, antes ya habían encendido las velas, sacamos el papelito todo hecho un bollo, leímos cada deseo y soplamos como soplan los niños con esa preparación con que soplan los niños evidenciando que han estado practicando. Ese aire que no surge espontáneo sino como una enseñanza que se luce y muestra a los costados. El perrito blanco esté bien, el primer amor, y el que sostiene a los otros dos que ambos deseos se cumplan. 
 Después ya no pudimos seguir manejando y era como un cuarto que se inundaba sin retorno, el agua subía el nivel faltaba poco para que la velocidad alrededor de las cosas nos ahogara. La tristeza no detiene el mundo. 
 Si es así había que seguir. Pero no podíamos entrar a ese agujero de amable rutina unas pequeñas escalinatas donde teníamos que entrar y trabajar. Nos sentamos a esperar y a llorar como si aquello fuese un altar para pedir algo, no era esa la forma.
 Entonces creímos que en ese día que era ante todo un día señalado por los rayos fulminantes de una mezcla de verdad y locura o por una indiscernible bola de verdad y locura, supimos que habíamos abandonado a lo más amado, a lo más cuidado y todo se iba desluciendo inaprensible como una repetida imagen grabada en una cámara de seguridad. Siempre mostraba lo mismo siempre ese mismo circulo aborrecible en rojo claro mostrando el perrito blanco como una flecha. Lo más amado siempre lo más amado. Ahí, la dejaba, la abandonaba porque en sueños ese perrito blanco era ella otra, una perra, amada, era ella seguro era ella. No haber cuidado lo único que debía cuidar, dejar que las cosas aquellas, un remordimiento sin fondo; nada comparable.