18 junio, 2011

Solo salpicadura de leche




 Hay que verla porque ella nos muestra la perversidad en la que estamos inmersos. Los sistemas perversos sobre los que nos movemos todos los días porque son las redes únicas por las cuales nuestras ocho patas van testeando todo movimiento, todo gesto, todo aquello en lo que ponemos nuestra atención. En la primer escena ya parece condensarse todo; eso es justamente el silencio del movimiento. Y luego de pronto la maestra corta el aire, las risas, toda posibilidad de sarcasmo y escribe en la pizarra:



 Voy a enseñarles en qué consiste la vida, -en rigor traza seimei vida-existencia- su valor, su agudeza, su profundidad dolorosa y oscura. Nunca imágenes tan luminosas han desprendido tanta oscuridad y resoplidos de más oscuridad en cada uno de sus sucesivos desgarrones de locura y resentimiento. Es, como aquello que Derrida señala en uno de sus mejores textos, aprender a vivir por fin y si ello es o no posible; si es que se puede enseñar y aprender a vivir. Como sea, la maestra lo va a enseñar de un modo conmovedor, irrefrenable... pero siempre encerrada en este duro esquema de lo cotidiano-perverso.
 El cartón de leche que se desliza por la superficie impecable de la mesa que el dedo empuja con indiferencia como en un sueño donde todo está al mismo nivel. La salpicadura de leche sobre los trajes azul marino y los botones brillando y hablando más o menos por fragmentos que caen, como descascarándose, así también las palabras se enciman unas a otras en las pantallas de los Ipod. La violencia de una punta a la otra llevando las risas bellas y corrosivas que golpean con pelotas macizas los cerebros hasta dejarlos secos rebosando murmuraciones. Todo colapsa y renace reproduciéndose por abajo, ahí en la primer escena está todo. 

16 junio, 2011

Poli-ladron


 Recuerdo el patio de la escuela, amplio, muy amplio. Tenía una forma rectangular, sobre los lados de mayor longitud había aulas o salas, porque en un caso se trataba de los grados y en el otro las salitas del jardín, antecedidas por una galería en extremo angosta, y, como dije, enfrente las aulas soleadas en las que nunca estuve más que como un invitado casual. Después el lado de la campana con esa cadena cortísima o altísima a la que ni siquiera en los últimos años pude llegar. Lo cierto es que en aquel patio podíamos correr hasta el hartazgo, podían jugarse verdaderas escapadas donde realmente se ponían a prueba las destrezas de un sujeto para escapar o para atrapar. Era divertido que los captores siempre quisiesen ser captores y las presas, presas. Era como si estuviésemos determinados por nuestra propia naturaleza para elegir esos papeles. 
 Todo esto para decir simplemente cómo nos fascinaron siempre las escapadas, los escapes, las evasiones. Las organizaciones que solo piensan en túneles, en boquetes, rampas, rejas inconsistentes, simulacros. La técnica, las estrategias más sofisticadas, las destrezas que solo algunos pocos hombres tienen, la paciencia y los afectos: todo al servicio de una evasión vertiginosa. Luego la comunidad tornándose imposible; la figura de la traición. La amistad como un vaso comunicante productor de sentido y derrames que al menor contacto estallan, como sustancias inestables que alcanzan una temperatura crítica. En Le trou siempre se trata de ver cómo un gusano horada su túnel, cómo el cuchillo despanzurra la anguila en un trabajo silencioso y de imágenes leves pero avasallantes. Eso es la intensidad máxima de las imágenes que trazan una superficie perfecta, sin sobresaltos y para nada irregular, acero límpido, empujando el relato como una máquina que tira con lo justo sobre rieles mudos y veloces como el rayo.          

05 junio, 2011

Plenitud

 Lo que más hubiese querido en aquella época de mi vida es que las cosas no se dieran en conexiones tan heterogéneas, como disímiles, para que después todo pareciese desencajarse. Hace tiempo que vengo pensando en todo esto. Avanzo por la calle veo ese asfalto repetirse día a día, esos vidrios estallados que el sol hace brillar, las palomas tontas que se atraviesan por delante soltando esas plumas sucias que luego caen cerca de las cacas secas de perro que mordisquean con ese pico compulsivo. Una pluma muy diferente fue la que me mostró hoy Deisi, de pronto se empezó a mover haciendo contorsiones muy llamativas, porque su cuerpo siempre es calmo y sus pechos rígidos me empezaron a envolver de vibraciones. O no, era algo por completo diferente, tal vez más y más me mimetizaba con un Antoine Roquentin en La náusea y en sus peores crisis.
 Y Dei metió una mano y el antebrazo bajo el suéter negro y extrajo esa pluma blanca y comenzó a mostrármela con dulzura y a hablarme para que yo entendiera que me decía que era una pluma de su cama. Hace tiempo, decía antes, me pregunto en viajes y retornos y días iguales por qué no hay encuentros que conecten todos los puntos. Siempre algo se sale se desboca como un órgano que no tiene cavidad posible o que el cuerpo rechaza y disfuncionalmente nos saca de la plenitud. De la felicidad. Tantunita, recuerdo, esa mañana me dijo: es maravilloso, ¿no? Mi cuerpo se iba adormeciendo y cada poro de su superficie jugaba con el universo, por primera vez. Lo era, lo fue. Pero así y todo algo evacuaba por alguna zona inmunda de mí mismo que me dejaba tirado en otro lugar.