25 agosto, 2020

LA PIEL INTENSA


 

 

 

 

 

El Nautilus es, en este sentido, la caverna adorable.

 

MITOLOGÍAS, ROLAND   BARTHES

 

 

1 El hecho.

 

Este hecho se perdería de manera irremisible, algo de tan poca relevancia. Sin embargo ya se sabe que hoy día todo está sujeto a esa condición volátil, impiadosa. Todo queda hecho eso mismo es decir nada, como el tema mismo, éste: el de aquel incendio en el viaducto del tren a La Plata, en Avellaneda. En su momento es probable que el hecho haya sido noticia; cámaras en el lugar tal vez, y sin embargo el hecho está completamente perdido en el tiempo también perdido acerca de un espacio también irrecuperable. El lugar ha cambiado, algo. No tiene estatuto alguno de hecho, ya, seguramente, nadie duda de ello, y es ridículo, sí. Pero en todo caso, qué lo tiene.

Estará envuelto, revuelto en el marasmo de todos los otros olvidos insignificantes. Esta evocación es extraordinaria.

El hecho sucedió en la década del ´90 fue un incendio grande, bueno ahí mismo no había casas pero el daño del viaducto fue considerable, tanto, que el tren debió circular durante todo ese año y quizá más, a muy baja velocidad, a paso de hombre; pero es quizás imposible mover un tren diesel de ocho vagones a paso de hombre. Unos trescientos metros antes de llegar al puente el tren quedaba casi detenido y ahí se iba acercando muy lentamente hasta el lugar del siniestro. Tenía que atravesar esos doscientos metros de abismo muy despacio porque después del incendio la mampostería había quedado muy comprometida. Durante todo ese lapso de tiempo en que el tren iba avanzando con exasperante lentitud se oía un crujir que no cesaba. Esas moles macizas bautizadas durmientes emitían sus secos chirridos interminables que se multiplicaban en la altura por encima aún del ruido natural de la calle, de los motores, de los semáforos, camiones y demás. Era, claro, la emisión quejumbrosa de un dispositivo reparador, diseñado por los expertos de turno, por los administradores urbanos de aquellos días, —improvement—, magnífico por su simpleza y originalidad. Una eficacia tal vez no desdeñable y una elaboración riesgosa y bestial. En definitiva, algo difícil de describir.

Para nosotros este lugar era casi tan familiar como la escuela, que estaba ahí nomás casi pegada. Pero se trataba de una familiaridad bien distinta; había algo de secreto, de risa y transgresión en aquellos parajes que frecuentábamos. El terraplén elevado y más allá como un mar; vegetación medio apestada, montañas de escombros y basura inorgánica medio desenterrada como un sitio arqueológico en plena actividad. Mar repentino sin importancia, detrás del barrio de monobloques. El terraplén se extendía en un zigzag que no parecía acabar nunca hacia ambos lados; del oeste al sudeste, de Plaza a Quilmes y más. Además de las ruinas de alguna construcción a lo lejos, que tal vez habría sido fábrica en la década anterior, y de los basurales y pastizales, así mismo estaban los pequeños bosquecillos de moreras y los terrenos inundados. Ese mismo año hubo allí un incendio, éste fue intencional, bueno el otro tal vez pudo haber sido intencional; sería necesario buscar. Además tuvo mayor envergadura pues ahí debajo del viaducto había una destilería o un depósito abandonado o clandestino o ninguna de las dos cosas. Lo cierto es que ese fin de semana ardieron litros de combustible y por eso el puente quedó tan comprometido. La envergadura de los materiales que databan de casi medio siglo pudo salir indemne con dificultad de la intensidad de las llamas.  

Pero el incendio de aquel mediodía directamente lo controlaron a planchazos, a estocadas, ahogándolo; dispersándolo y aislando los focos más rebeldes. Nosotros desde el terraplén contemplábamos, así y todo, atónitos el accionar de una dotación completa de bomberos. Veinte hombres tuvieron que fatigarse aquel mediodía en los pastizales para evitar un pequeño desastre que había sido perpetrado por un alumno de la escuela del mismo curso que Guerri y Calavera. Se apellidaba Braña pero le decían Brañante. Estuvo un rato mirando con nosotros cómo se controlaba el fuego y luego corrió a su casa a esconderse. Allí mismo a unos pocos pasos, en un departamento de tres ambientes con dependencia donde vivía con sus padres ya mayores. Como experimento era algo sorprendente, los bomberos eran como muñequitos play móvil llevados allí para cumplir sus tareas con parsimonia. El registro ¿causal? hubiese apabullado al más escéptico; alguien había ido a encender fuego, un Braña había rociado con nafta los pastos y no contento con esto, —pues los pastos ya de por sí se secan al contacto de la sustancia combustible— había echado un fósforo. Luego, otros hombres, total, se ocuparían de apagarlo. Así parecían presentarse las cosas en su versión más desnuda. Eran como dos fuerzas pujando, ciegas ambas. Una tirando para que todo se disgregue y la otra tirando para que todo se reintegre. Una seducida al máximo por el principio ígneo, la otra buscando el trazo sobre la arena seca. Lo cierto es que aunque sin cuestionarse nada el acto de una jamás era ignorado por la otra. El incendio comenzaba, apenas la llama destructora lamía un poco la tierra y ya aparecían unos tipitos y lo apagaban. Como una orden o un orden magistral que rearmaba la trama eventualmente rasgada.       


 

2 Ritmo y repetición.

 

 

No sé por qué aquel mediodía el grupo estaba tan disperso, sólo estábamos el  Rata y yo. En el camino al terraplén encontramos a unos del otro curso, Calavera y Guerri. El Rata los conocía más porque había sido compañero de ellos el año anterior y tal vez más. Después por razones de azar, de filtros y de reorganización había quedado con nosotros. Estoy seguro de que aunque al principio se mostró reticente a la larga el cambio le hizo muy bien. En realidad estaba solo, había pertenecido al círculo donde mandaban el Polaco y  Martín Ludueña, pero por razones que no pude averiguar lo habían echado. No sé si la cosa había terminado en pelea, en todo caso seguramente lo habían lastimado. Una vez el gordo Reno me había contado que lo básico para pertenecer a ese círculo era fumar y, casualmente, El Rata había dejado de fumar hacía un tiempo. ¿Pero podían tener esos hechos algún tipo de relación?, más bien parecía que no. Lo que el gordo Reno no se había podido explicar es cómo en el círculo habían admitido al Mosca que no fumaba, aunque de todos modos era un personaje secundario. Yo siempre los evitaba, las cosas que había escuchado... las anécdotas sobre ellos me provocaban cierto escalofrío. En los recreos se juntaban en el fondo del colegio donde fumaban y hacían rondas de alguna bebida blanca, un lugar sombrío y de difícil acceso donde había un banco de cemento demolido a palazos por ellos mismos. Era su banco en su punto de reunión, pero alguna mañana sin explicación sin causa, uno apaleó el banco y a otro le pareció gracioso, otro tomó el relevo con el palo, otro que llevaba borceguíes como por ejemplo Mayo, probó con la punta de acero y las suelas atornilladas, como si fuese el lomo de un gato, y lo destruyeron. Una raza odiada y temida que al año siguiente, el del incendio, se dispersó y quedaron tan sólo unos pocos ejemplares orbitando en la periferia.

 Ese mediodía pues nos topamos en las vías con Calavera y Guerri. Era un día de sol sin viento. El Rata caminaba haciendo equilibrio por uno de los rieles, a veces patinando por la superficie bruñida que lanzaba destellos plateados; con frecuencia nos hacíamos a un lado al escuchar los avisos de la locomotora. De todas formas por aquellos días al traspasar el puente de hierro que estaba unos doscientos metros al oeste ya comenzaba a frenar. El rata iba con una mano sobre mi hombro como apoyo, yo todavía me doblaba sobre mí mismo de la risa, las convulsiones me abandonaban y me volvían sin que tuviese ninguna intención de parar, por momentos El rata me acompañaba con su carcajada lúbrica, potente.

Creo que su humor, su espontaneidad a veces violenta en definitiva su chispa, habían hecho que me pegase a él sin dudarlo. Los primeros tiempos me provocaba cierto rechazo, sus dientes afilados y retorcidos con una fina capa amarillenta de sarro y sus braques algo estropeados sobresaliendo en sus caninos y paletas. Me molestaba que se tomase confianza con cierta rapidez y que siempre contestase de un modo insolente. Sí, creo que era su insolencia sobre todo lo que más me exasperaba. Como sea, aprendimos a quererlo en unos pocos meses de convivencia.

Aquel mediodía caminábamos entre los edificios y los jardines a veces pisando los canteros sin darnos cuenta, empujándonos y yéndonos de un lado y de otro como dos ebrios. El rata saltó un cerco con su carpeta negra, vieja y maltratada bajo el brazo izquierdo y se acercó a uno de los porteros eléctricos de un edificio por el que pasábamos. Tocó cualquier timbre con desenfado, es decir varios timbres a la vez usando la palma de su mano libre. Una voz descolgó: “Sí, quién es” —tronó áspera la voz de un hombre. “Hola!! ¿Está Martín?” —dijo Ratica. Y la voz: Sí... ¿quién es? Y El rata: ¿Está Martín? Y la voz ya irritada: ¡¿qué Martín?!! Y Ratica: “¡El que te cogió en el jardín!”.

Eso me conmovía y eso me mantenía cerca de Ratica. Cuando Calavera y Guerri nos interceptaron aún no lográbamos reponernos del suceso.  

 

 

 

3 El co-hecho.

 

Yo hubiese preferido seguir nuestro camino por las vías ya que ellos venían en sentido contrario, pero se nos pegaron con bromas y con una charla espontánea que implicaba sobre todo a Ratica. De Calavera había oído bastantes cosas y no era alguien que pasase desapercibido. Era alto y de huesos pesados y largos de piel fina y blanca pegada a los huesos, nada de carne, era pura altura hecha de costillas, cuello y una voz finita penetrante siempre burlona. Un ser que rápidamente inspiraba desprecio, amante de las bromas pesadas, de la violencia y la humillación. Ratica no se cansaba de insistir sobre Calavera y su apego ardoroso por ser maltratado y sobre todo golpeado. El tono era de sarcasmo pero de profunda verdad: a Calavera le gusta que le peguen, decía Ratica siempre que venía al caso recordar alguna anécdota. Por otra parte en el círculo del Polaco y Martín si bien ocupaba un lugar destacado, es decir era una personalidad del grupo, es cierto que sobre él habían recaído en otros tiempos las bromas más pesadas. Por ejemplo en primer año llamaban a su casa y le decían a su madre: señora queríamos comentarle que su hijo fuma, sí, como lo escuchó, su hijo fuma. Otro día tomaban de vuelta el teléfono público que estaba dentro de la escuela y repetían: señora hablamos de la escuela queríamos informarle que ya se entregaron los boletines y su hijo tiene todo insuficiente, no, algún insuficiente no, todo insuficiente.

El tren había quedado estacionado más adelante, muy lentamente se había ido acercando al viaducto y al comenzar a introducirse en él se había detenido completamente. Así sucedía siempre con cada tren, así sucedió durante todo ese año porque las reparaciones del viaducto después del incendio de la refinería se postergaron mucho tiempo, tal vez un año. Aunque la sensación fue de mil días. Después de estar unos minutos parado la máquina se ponía de vuelta en pleno funcionamiento y comenzaba a tirar y a crujir. Pues, literalmente el piso chirriaba, el puente sostenido por un elástico de durmientes apilados de manera entrecruzada gemía en sus grietas, descascarándose por debajo. El cuerpo del puente que había quedado recubierto por una lepra cenicienta apuntalado por durmientes  entrelazados que formaban una gigantesca columna de veinticinco metros del ancho de una avenida. Y el tren pasaba por encima de todo ese artificio sin que nadie se preocupase demasiado por los sonidos amenazantes del desplome. Cuando se terminaba el terraplén y comenzaba el viaducto se levantaban unos gruesos murallones grises y rugosos que mirados de lejos parecían elevarse, afinarse y adquirir como una forma de orejas. Cuando el tren pasaba por allí lo hacía bien pegado a esas paredes, el tren avanzaba unos instantes por una especie de canaleta y luego el viaducto se habría ya sin paredes y sin diferenciar los carriles de ida y de vuelta. A los costados había barandas de hierro oxidadas, el tramo comprometido había quedado atrás y el tren retomaba su curso.

Guerri y Calavera hacían bromas con El rata y lanzaban piedras hacia algún objetivo prefijado. Por ejemplo Calavera decía, al poste, y le tiraban a un poste de luz que estaba a diez metros o Guerri decía, al hornero, y le tiraban a la casa del hornero a la que nunca le pegaban porque en general siempre están muy altas. Es probable que Calavera pudiera decir, al panal, y entonces le tiraban a un pequeño panal de avispas de esas que vuelan pesadamente y siempre construyen sus nidos en edificaciones humanas.

Calavera hizo un guiño y Guerri estuvo de acuerdo, a Ratica le pareció divertido y yo no me opuse. Así que empezamos a correr al tren que ya casi abandonando la parte principal del viaducto estaba retomando su velocidad habitual. Al principio pareció muy fácil el tren de pronto estuvo muy cerca pero cuando ya lo teníamos aumentó apenas la velocidad y por más que nos esforzábamos no llegábamos a tocar el último vagón. El primero que lo alcanzó y subió fue Guerri, luego Calavera y Ratica después. Me sentía casi exhausto, ya no lo lograría, pero Ratica extendió un brazo y me ayudo a subir. Estuvimos un rato parados en la plataforma que estaba suspendida al final, tenía la dimensión de un umbral cómodo para estarse parado del ancho del vagón pero nada más. Empujamos la puerta con ojo de buey y entramos al último vagón. Dentro había pocos pasajeros, la mayoría de los asientos estaba libre. Algunos dormían, otros estaban simplemente sentados sólo un viejo que leía el diario levantó la vista y nos miró con asombro, luego retomó la lectura. Cuando nos disponíamos a acomodarnos vimos que por el vagón siguiente estaba el guarda pidiendo boletos y nuestra idea era recorrer una cuantas estaciones, tal vez llegaríamos hasta Quilmes. De modo que comenzamos a retroceder nerviosamente hacia el mismo punto del cual proveníamos. El tren avanzaba ahora a gran velocidad y nosotros cuatro estábamos apretujados apenas en la pequeña plataforma, por la misma que habíamos trepado para subir. Cada uno se agarraba de donde podía para no caer al vacío ya que por momentos los sacudones bruscos y el viento fustigando los rostros y haciendo lagrimear a más de uno, hacían creer en esa posibilidad. Yo sin dudarlo capturé la rueda, especie de timón de hierro pegado a la puerta, al cual me abracé sin importarme que Calavera se burlase de mí. Esperamos para ver qué pasaba, la puerta permanecía cerrada. Guerri se asomó por el ojo de buey y dijo que el chancho ya se había ido, festejamos. Y el tren disminuyó la velocidad y sin que nos diera tiempo a volver a entrar ya estacionaba en la Estación de Sarandí.

 

 

4 Las piedras.

 

Bajamos. El tren estaba completamente detenido y en general reinaba el silencio. En el andén algunas personas descendieron del tren, muy pocas, y así mismo muy pocas subieron. Sin embargo el tren seguía detenido sin arrancar. Nuestros pasos en la vía soltaban el sonido de fricción de las irregulares piedras que abrigaban los durmientes como una capa gris gruesa y erosionada. Inmediatamente Calavera tomó alguna de esas piedras grandes y pesadas, pero que cabían perfectamente en una mano; algunas tenían como forma de flecha o de masa como las puntas con las que el hombre prehistórico construía sus armas o herramientas. Las pateaba torpemente porque sus movimientos siempre eran lánguidos y sin sentido o las lanzaba para que golpearan estruendosas contra la vía. Guerri a veces lo imitaba.

La estación estaba oscura, en aquel momento ya bastante pasado el mediodía se había nublado el cielo. Todavía a Ratica y a mí nos quedaba un rato para tener que estar de vuelta en la escuela para la clase de educación física. Se respiraba un olor pesado en aquella estación como a pis y a trapos húmedos. A pesar de que nosotros nos habíamos quedado abajo en la vía junto al tren el olor llegaba. Sobre el andén por todas partes si uno se ponía en puntas de pie se veían charcos que a veces de tan grandes llevaban pequeños regueros que se escurrían por amplios resquicios del piso y luego por las paredes del andén para describir entre las piedras mil bifurcaciones entre microscópicos orificios y falsas cuevas. Tal vez fuesen caños de agua rotos o meadas circunstanciales. No había nada en aquella estación, nada. Sólo vi un tipo que bajó del tren con uno de esos destartalados recipientes de refrigeración que usan los vendedores ambulantes de gaseosa. Lo vi desaparecer por la boca de un túnel ubicada en mitad del andén, a un buen trecho de donde estábamos nosotros, esa era seguramente la entrada a la estación que utilizaba la gente del barrio. Ya que la escalera principal estaba detrás nuestro pero bastante lejos, para el lado de Avellaneda y tomando esa salida se iba hasta la Avenida Mitre. Todo aquel lugar era una ruina, los bancos para la espera de los pasajeros estaban en general destrozados y sucios hasta el punto de no poder ser utilizados por nadie. En otros rincones algunos vagabundos agonizantes hacían su siesta, rodeados de paquetes y bolsas de arpillera abarrotadas y anudadas de todas las formas posibles. Los cuartos de espera para pasajeros parecían celdas clausuradas y lo estaban de hecho. Como también lo estaban los baños públicos. Ya habían pasado varios minutos y el tren seguía sin arrancar. Mirar hacia el andén era lo que más me atraía mientras el sonido de las piedras seguía martillando cosas desparramadas por el suelo, una lata, una botella descartable. Pero sin preámbulo, Calavera, tomó una piedra, vi en su mano de largos dedos una piedra gris; como un triángulo de oscuridad y terror. Lanzó la piedra hacia abajo hacia las casuchas del barrio lindero a la estación. Antes había hecho un comentario malicioso acerca del chaperío y de la negrada que se convocaba allí. La piedra se perdió entre los techos o entre los patios. Había demasiadas cosas allí abajo los detalles se multiplicaban. Los techos de las casas en general pequeñas eran como un collage de chapas oxidadas y sobre ese recorte del espacio había objetos heteróclitos amontonados y soldados por el tiempo del estar al sol y la lluvia. Había hierros retorcidos, changos, canastos, trozos de lona, restos de artefactos, gomas de auto, y otras cosas no distinguibles. Calavera tomó otra piedra y otra, y de vuelta vimos esos puntos negros que desaparecían abajo en alguna casa. Guerri tiró al menos una sin demasiada convicción y riendo con desgano. La manera en que flexionaba el brazo y lo extendía para dejar la piedra librada al aire evidenciaba cierta incomodidad. No sé qué hacía El rata. Y no sé qué hacía yo.

 

 

 

5 Rojo.

 

Allí debajo de pronto, en un muy pequeñísimo blanco donde habíamos visto varias piedras perderse, apareció una figura de hombre, allí apostado nos miraba. Nos miraba, algo rojo y negro sin otros detalles nos había enfocado. Entonces Calavera gritó; ¡está subiendo el negro está subiendo! Subimos al tren y empezamos a surcar los pasillos en fila en la dirección equivocada, pues era acercarnos a la boca por donde el negro, según lo había nominado Calavera por vez primera, apareció en mucho menos de un minuto. Ratica iba adelante y yo lo seguía, detrás de mí venía Guerri y luego Calavera. El error estaba a flor de piel, por las ventanillas del tren siempre inmóvil vimos el pulóver rojo recorrer el andén. Iba echando fuego por los ojos, los brazos tensos y separados del cuerpo, el tórax parecía sufrir compulsiones de ira y su arrebato lo engrandecía confiriéndole un poder tan inusitado y excepcional para él mismo que tardaba en distinguirnos corriendo frente a sus narices, dentro del tren. A nuestro alrededor los pasajeros esperaban sin enterarse de nada, perdiéndose la oportunidad de ser espectadores de una caza fabulosa. Atravesamos el último vagón y el anteúltimo, me di vuelta y Guerri ya no estaba detrás de mí un poco más atrás Calavera se desesperaba, sin embargo no corría como nosotros. Al instante me di vuelta otra vez sin detenerme, Ratica era fugaz delante de mí, el rojo coló por una puerta desde el andén justo para interceptar a Calavera que pasaba de un vagón a otro. Lo tomó del cuello con la misma pasión con que una pitón se enrolla a una gacela, lo bajó del tren a la rastra incluso por los tres escalones metálicos de descenso, mientras Trapito gritaba-lloriqueaba; yo no fui yo no fui. Por la ventanilla vi a Calavera inclinado como si hiciese una reverencia, mientras el rojo lo acomodaba sosteniéndolo de los pelos y le propinaba la paliza. Cada golpe era calculado, no había derroche de violencia, los puños levantados danzaban un poco en el aire y luego se aplicaban con lo justo. Como un boxeador o una serpiente pitón; el cerebro en los puños o en los anillos.

Todo parecía estar recién comenzando, el rojo en breve terminaría con Calavera y saldría en busca del resto, no había jerarquías. Seguimos avanzando un poco más, el tren era percibido ahora como un lugar de máxima desprotección donde ni siquiera se podía correr a gran velocidad. Terminado otro vagón ya muy pasada la mitad del tren nos hallamos en una especie de furgón completamente vacío y bastante pequeño, no era del tamaño de un vagón entero. Una luz blanca nos inundó de repente. Ratica manoteaba con desesperación y risas escapando de su boca las puertas que había a ambos lados, pesadas compactas y completamente cerradas. Teníamos que salir del tren, no podíamos continuar porque la puerta de acceso al vagón siguiente también estaba cerrada. De manera espontánea sin hablarnos comenzamos a retroceder. Sólo veía al rojo viniendo hacia mí y pensaba en dos posibilidades; o correr hacia cualquier parte o armar una verdadera explicación de los hechos que lo aclarase todo.

Ahora corríamos otra vez hacia el final del tren —nuestro punto de inicio— como si nos entregáramos. A nuestra izquierda muchas puertas abiertas dejaban ver el andén, pero salir a ese campo abierto era exponerse más, a la derecha por donde ya habíamos pasado vimos una puerta abierta que antes se nos había disimulado cuando íbamos en sentido contrario. Por allí salimos del tren. Sólo podíamos caminar de costado en el estrecho sendero que nos permitía una de las caras laterales del tren y un alambrado ubicado como línea divisoria con respecto al otro carril. Avanzábamos sin detenernos medio agachados para que el rojo no nos pudiese ver si estaba recorriendo el andén en esos momentos. El tren se terminó y comenzamos a correr por la vía, a desandar todo el recorrido por el viaducto. Yo estaba permanentemente dándome la vuelta porque sentía, no podía dejar de sentir que lo rojo estaba sobre mí; la intensidad más viva de lo rojo —hecha materia en un pulóver— que jamás había visto. Ratica sólo me gritaba; ¡corré mierda corré mierda! Y de vez en cuando una carcajada resonaba desde el fondo de su garganta. Después de un breve trayecto y sin detenernos completamente tuvimos la idea de sacarnos la ropa que llevábamos. Lo que estaba arriba expuesto quedó abajo y lo de bajo arriba. El viaducto como un lecho que nunca se repetía nos había llevado en sucesivas curvas que habían tapado ya la estación y el tren. No se veía nada, hacia atrás sólo piedras grises, a los costados la baranda oxidada que parecía interminable. La calle abajo, de vez en cuando nos acercábamos a la baranda y mirábamos, era obvio comparado con nuestra situación que la calle estaba —gran oportunidad— ahí para perder y salvar.

 

6 El Nautilus.

 

Vimos la mole gris del acceso al viaducto ya muy cerca. Recién ahí me sentí más tranquilo. Cuando atravesamos todo el viaducto y pisamos tierra firme en el terraplén un tren se acercaba. Bajamos en picada impulsados por la pendiente de tierra y yuyos. Caminamos por una calle marginal del barrio de monobloques y salimos a Güemes. La escuela estaba a unos pocos pasos. La escuela esa tarde tenía todo el aroma de algo bien conocido. Un olor a útero, una sensación de resguardo, de receptáculo y de encierro submarino.

En la niñez todos fuimos seducidos por la cápsula que se sumerge en aguas profundas y recorre zonas cavernosas, nada importaba si la cápsula era hermética. O la casita donde nos podíamos meter para protegernos de enemigos imaginarios, allí nadie nos dañaría. Tapados con una sábana, un mantel, usando sillas, una mesa como techo, cajas y cajones para hacer una pared o una trinchera. En un auto también, como si fuese una nave uno conducía y evitaba todo tipo de obstáculos y el otro que podía ser co-piloto se encargaba de disparar los cañones. Pero siempre a resguardo en la añorada intimidad. La escuela esa tarde había devenido nautilus.

Y qué sucedió con Guerri que desapareció en mitad de la escapada... Días después lo cruzamos en algún pasillo o en el patio. Nos contó, muerto de risa, que se agarró un asiento y se quedó ahí haciéndose el dormido todo el rato. Después el tren arrancó y creo que siguió hasta Bernal o hasta Quilmes.   

         

      

 

      

 

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