25 septiembre, 2013

La locura de la luz

Génesis

 Al principio era el verbo. El verbo y la luz. Las pantallas y los teclados. Nuestras vidas y las imágenes de nuestras vidas y los prejuicios que nuestras vidas imaginadas despertarían y lo que de ellas, aunque fuera un vestigio de realidad, se celebraría. 
 La madre tiene la computadora portátil de la hija en brazos casi como si la arrobara. Esa nett toda decorada de stikers brillantes, alza su dedo como si fuese un dedo que funda y que nombra las cosas -en el segundo o tercer día de la creación-; las piedras, los riachuelos, los ríos, las montañas, los precipicios, las cuevas, los volcanes. Solo la madre tiene -como afirmará más abajo- la contraseña, porque después de mil idas y venidas, después de tantos desacuerdos y desaciertos y esperas y promesas dijo la madre que se usaría con su autorización y nada más y supervisando cada paso, cada clic. La pantalla parpadea hace pac y se apaga y está cerca detrás de la hija que puede desaparecer en la pantalla en cualquier momento y pasar el muro y ya no volver. 
     
Multiplicaciones

 Aquella vez yo te había dicho, dice la madre, que me parecía mal que vos aceptases gente así como así y después… (ojos que se desorbitan, pupilas que se dilatan). La amiga del mundo de acá dice que ella tiene novio en este mundo y que no busca nada en el mundo de la luz. Tratamos de seguir la conversación que por momentos se parece mucho a una indagatoria y no se escucha nada. Apoyamos la oreja en la boca de la madre y admiramos el dedo que se alza como si fuese el dedo de Deus en el fresco famoso de la Capilla Sixtina, seguimos las líneas del dedo que termina en una uña delicada y limpia y estudiamos sus arrugas que no son de vejez sino de los misterios de la carne. Es el ruido del ambiente y de las imágenes lo que no deja oír, de los mil amigos o de los cuatrocientos y tantos amigos desconocidos, son ellos, a los que dice la amiga de acá que en el mundo de la luz les habla y cuando se ceban un poco los corta pero que nunca llega a tener encuentros reales. Son como miles de naipes que danzan en nubes, que vuelan por los aires y en cada naipe una cara y un nombre que pasan a velocidad sideral. Las redes han sido inventadas parece para atrapar peces y personas, insectos en el caso de las arañas. Llanto de la madre al tomar conciencia de los peces agonizantes que salen de su boca. Isopado. Esperar los resultados. Ahí le hicieron también isopado. El isopado lo dirá. (Muestras que se toman a los damnificados a los sospechados de haber sido abusados). Bajo la uña sangre, un poco de sangre en la ropa. La madre lloriquea un poco más mientras intentan calmarla. El médico tiene puesta una de esas máscaras típicas que se usaban en el siglo XIV cuando la Peste Negra asoló Europa hasta reducirla. Es impresionante el porte de la máscara, no tiene los detalles de las máscaras venecianas que la hubieran endulzado un poco, ni un solo vivo color. Es a un solo tono bien mate el beige del cuero maciso. Por el centro superior del pico se ve una gruesa costura que recorre también lo que serían las comisuras del pico bien cerrado, está bien montada en la cara del médico la máscara como si fuese una natural extensión de su cuerpo. Se agarra a la cabeza por un par de tiras idénticas al material con que está hecha la máscara que están fuertemente unidas al cuerpo principal por remaches de bronce gastado. Las dos tiras se ajustan por sus extremos como un cinturón por la parte posterior de la cabeza, a su vez hay una tercera tira auxiliar que recorre la parte superior de la cabeza y que une las dos tiras con la parte frontal de la máscara asentando perfectamente todo el conjunto. Detrás de las dos aberturas con vidrio se ven los ojos del médico reales pero inexpresivos, claros y fríos. La madre recibe bien ese intento de consolarla, le dice a la amiga de acá que está bien que no se enoja con ella ni le hecha la culpa solo quería saber por qué aparecía el nombre de ella, o sea de la amiga de acá en la nett de la hija. La amiga de acá no tiene respuestas precisas solo sabe que la madre no quería que su amiga de acá saliera con un chico que había conocido en el mundo de la luz. Pero que su amiga de acá le había jurado que lo iba a seguir viendo costara lo que costase, sí, asentimiento de la madre, como si supiera o confirmara todo lo que la amiga confiesa como si esas confesiones fuesen frívolas. La amiga de acá se aleja sola entre las máscaras que se fugan alrededor suyo con su paso cansino se empequeñece en el pasillo larguísimo. Como viento visible alrededor suyo también pasan chicos y chicas con máscaras y maquillaje. Narices de payaso, máscaras venecianas la mayoría versiones de arlequines o pierrot, si no las ojeras bien negras los rostros completamente cubiertos de pinturas de diferentes colores. Pelucas como las que usan los otaku casi largas hasta la cintura y de tonalidades inverosímiles. Un chico está vestido de cowboy con una peluca de color rosa, lacia y con flequillo. Una chica tiene dibujada en su rostro una boca toda deforme y destrozada sangre chorrea de sus ojos negros que parecen dos agujeros. Otros están encapuchados y dejan ver rostros pálidos y enfermizos como el Emperador de Stars Wars que mandaba todo el Lado Oscuro. Otras chicas se maquillaron el rostro como ositas y se colocaron vinchas que mantienen a los lados de sus cabezas dos orejitas bien erguidas. Todo esto entre corridas y gritos y grupitos de disfrazados que bajan escaleras o suben escaleras porque se olvidaron algo para ultimar un detalle fundamental. Otra vez, por segunda vez le preguntamos a la madre si la chica está con ella y la madre levanta su brazo con su dedo extendido como Dios en la Capilla Sixtina y nos pide que esperemos casi sin mirarnos. Mientras el médico hace que su voz emane desde dentro del pico y su voz apagada pero potente -tétrica- le explica todo lo referido al lenguaje y cómo las palabras marcan a los hijos. El imperativo para el médico es que no le diga más que se parece al padre, a ese padre que no ha conocido. A ese padre embustero. Agujero negro que se está comiendo todo desde hace tiempo, ahora lo podemos sentir. El padre agujero negro que absorbe la materia, la deglute y la reabsorbe nuevamente como las estaciones que vuelven incesantemente, un proceso que se reactiva sin interrupción. 
 Ahora la madre investiga en las redes en el mismísimo mundo de la luz sobre la desaparición y reaparición de la hija en estado de semi-inconciencia en las inmediaciones de Parque Roca. Pero dice que no se hace ilusiones de encontrar pistas allí, si todo el tiempo que su hija estaba en el mundo de la luz lo hacía bajo su estricta supervisión, es más, enfatiza la madre, yo solo yo tengo la contraseña para ingresar. Ese dicho de la madre había más arriba provocado que la amiga de acá hiciese o mejor, dejase escapar, una cierta muequilla escéptica con los labios. Los otros que escuchaban se ensimismaron y se llamaron a silencio. Por qué la madre obviaba de ese modo que la hija multiplicaba sus identidades y cuentas en el mundo de la luz, donde la polimorfía la dominaba como a tantos otros. Sexos, géneros, gustos, perfiles, avatares, apodos y todo lo demás. Las últimas palabras del médico antes de retirarse fueron que el lenguaje tiene un poder que ella como madre debería bien-utilizar. Y que la cura de la hija sería larga y penosa pero factible.
 El mundo de la luz asoma como un gran Amazonas, como un gran jardín imposible. El Edén solo se parece a éste porque allí es donde todo se origina. Alguna vez despertamos y vimos en derredor y descubrimos la maravilla que es el mundo; al otro día despertamos y descubrimos lo que había salido de dentro nuestro. El organismo, el cuerpo, la costilla, la mujer etc. 
 El otro/otra salió de las entrañas y ya fueron dos en el gran Jardín. Pero esta virginidad -la del mundo de la luz- es imposible porque es impenetrable, es tupida como ninguna otra selva real, es repelente y esquizofrénica como ninguna otra creación. Y por ello mismo es la máxima productora de espesura, de pétalos bajando, flotando, banboleándose sin sentido para donde los lleve la corriente a veces maldita, a veces benigna de todas las especies que pueblan el Jardín.   

   
          
               

22 septiembre, 2013

Llantos de perros humanos

 Hace unos minutos que abajo en el patio la perra está llorando porque está sola; los dueños han de estar visitando familia, o uno trabajando y el otro descansando con quien sabe quién. La perra llora.
 Hace unas horas que abajo en el patio está llorando la perra, sí, no estoy seguro si son instantes u horas. Cuando me fijo en esos llantos prolongados con esa frecuencia de agudos que solo una perra triste puede lograr no estoy seguro si hace horas o días que convivo con ellos. 
 En los últimos días me sentí enfermo y casi no salí. Al fin tuve que hacerlo porque necesitaba comprar alimentos. Frutas, verduras y un poco de cerveza. Me senté en la mesa y bebí unos sorbos planificando la cena en relación a las cosas de que disponía. Sin darme cuenta me lancé a una pendiente vertiginosa de ilusiones apasionadas en las cuales rehacía mi vida y estaba sentado en la mesa de un bar. Una mujer frente a mí, unos ojos que se reposaban sobre mí compasivos, amorosos. Y me confesaba. Sin aviso me ponía a llorar, no podía parar de llorar. Quería explicarle pero el moqueo no me permitía hacer demasiado manejo de mis facciones y mis palabras. Ella paciente. Yo lloroso. Y, entonces, me desperté de ese sueño despierto, llenos los ojos de lágrimas, los brazos apoyados en la mesa poco después de preguntarme qué podía cenar... Y la perra abajo lastimosamente lloriqueando porque la dejaron sola todo el día. Me enjugué las lágrimas y las pupilas saturadas y lance unas cuantas carcajadas porque me pareció que todo estaba sintonizado como un gran concierto o como un cosmos. 

14 septiembre, 2013

Los cuadros blancos

 Subimos las escaleras mecánicas del museo. Los laterales de las escaleras mecánicas tenían pegados en una operación de supermarketing, esa sintomatología de la enfermedad de Kusama. Esos círculos rellenos que infectaban todo el museo. Los vidrios laterales de las escaleras estaban cubiertos de esos círculos de diferentes tamaños, sobre todo en sus versiones gigantes. Bien colorados e iguales entre sí. La gente que se pegaba en sus rostros y en sus pechos tales stikers de colores no parecía estar convencida de que aquello era como permitir que la obsesión infinita de Kusama se les trepara y adhiriera a la carne. En la planta alta se desembocaba en una pared blanca que presentaba en caracteres gigantes de tonos negros y grises, la muestra, con su título y el nombre del artista y también de los curadores con apellidos y nombres occidentales. A la izquierda una gran abertura con un telón grueso de color azul nocturno que todo el mundo corría con desparpajo y que hacía las veces de gesto de apertura a la muestra. Lo primero con que se topaba el espectador de frente era una pantalla sobre la que se proyectaban una serie de fotos. Una mujer, -trayecto de la vida privada de la artista?- vestida con un kimono de tonalidad rosada parada en una calle de suburbios. Llevaba un protector de sol típico que hacía pieza con el kimono. En otras fotos se veían también paisajes suburbanos, unas chimeneas, un conjunto de refinerías, unas calles vacías, luz. Al doblar, una primera sala de relevancia, una serie de cuadros dispuestos en ele. Una serie de abstracciones, algunas astronómicas. Temperas acrílicas de tonos parcos y rojos hacían sangrar los papeles y cuyas implosiones quedaban contenidas por los vidrios en que estaban enmarcadas. La mayoría de estas pinturas producidas en la década del `50. En la sala contigua, o mejor dicho en el espacio contiguo de la misma sala, había cuadros de mayor dimensión, los típicos formatos que pinta kusama en la actualidad. Por el centro, que funcionaba a decir verdad, como un simple paso, estaba el cuidador todo vestido de traje azul marino desaliñado y pulcro. Era un joven de frente muy amplia peinado a la gomina con rulos sedosos a la altura de la nuca y semicalvo en el centro de la cabeza. De tez muy blanca, daba la sensación de estar maquillado como un mimo pero al mirarlo con detenimiento se notaba que era natural el tono de su piel que refulgía por sobre lo azul de su traje. Se mantenía serio como conteniendo una risa de clown. Bebitaryu que estaba cerca nuestro no paraba de danzar cerca de los cuadros blancos de kusama y por unos instantes creímos que el cuidador le avisaría que se estaba acercando demasiado. Bebitaryu balanceaba su espalda casi rozando una de las aristas de más de un metro de longitud y a casi un metro del suelo. Los ojos frenéticos del cuidador brillaron sanguíneos sobre el fondo de los grandes cuadros minimales y blancos de kusama sin nadie viéndolos. O sea, la gente pasaba como si nada a unos pocos metros de los cuadros al acrílico blanco que eran cuatro portentosos cuadros y esto es completamente del orden de lo imaginativo, pero los cuadros, se ensanchaban aún más en el espacio blanco al no querer ser vistos por nadie como acrecentando, engrandeciendo, su condición mínima. Su carácter de mapeo, de registro, de huella, de diagrama vacío. Blanco sobre blanco; manchas pequeñas blancas sobre gran fondo blanco. En el espacio anterior se abarrotaban los visitantes y los clic de las máquinas para registrar las acuarelas abstractas, las nebulosas de colores y las noches rojas florecientes. Y aquí, en el centro blanco, vacío bajo cero del viento antártico abrazando la multiplicación de huellas de aves que caminaban por el fondo blanco que alguna vez olvidada fue fondo porque en el presente del cuadro el fondo se cubría por las figuras que eran un poco el fondo. Por el ejército de huellas que se entretocaban que no estaban ordenadas como un ejército ordenado y que eran de cerca las huellas de pequeños pinceles agarrados con devoción como cuando se ve a Kusama inclinarse sobre esos paneles gigantes como si le rezara a espíritus monocromáticos en su taller o en su templo.   

11 septiembre, 2013

El carretel de tía

 Cuando me siento muy muy triste -dijo- es porque una oscuridad está creciendo dentro de mí. Carraspeó, y pidió disculpas, quise decir cuando un carretel de tía Iris está creciendo dentro de mí. Quiero hablarles sobre un cuento publicado en el año 1978 escrito por Marta Giménez Pastor.
 En el auditorio nadie le iba a decir nada, en ese ambiente de intelectuales, algunos académicos consagrados, poetas y escritores y estudiantes que conformaban en este tipo de eventos al pueblo, a la muchedumbre que avivaba la instalación y lubricaba el decorado semiamargo. Cuando el poeta empieza a leer empieza a parlotear las palabras, las palabras bailan de un modo inexorable en su boca. Su boca tiembla eso se ve. El poeta no puede ya decir algo sin que unas ganas de llorar imposibles se desaten y va a llorar va a llorar. Autorreferencia, doblar el dicurso y que las palabras como un alambre y la sombra proyectada de un alambre se junten y casi se toquen. Llorará e inundará el auditorio al hablar del carretel que tía sacó. 
 Y cuando tía sacó el carretel primero comenzó siendo una madeja y luego un hilo de agua. Después un grueso hilo de agua y después el resto de un riacho que crecía y de repente toda la casa estaba inundada. Los chicos como locos, apenas la vieron entrar sospecharon que algo se traía entre manos. Tía siempre los sorprendía. Tía inundó la casa. Tía los hizo navegar en el cajón de una cómoda y hasta la nena pescaba y el nene comandaba el bote. Todo estaba lleno de ese agua mágica que parecía que no mojaba pero que sin embargo llenaba todo el espacio y hacía que todo se viese como un mar; por arriba divertido y simpático con la espuma pero por abajo las corrientes los podían arrastrar hacia adentro levantando todas las sospechas de lo que no se puede ver. Detrás de la dulzura de tía, de la felicidad de los chicos porque los padres salían y tía se quedaba a cuidarlos había una zozobra. En aquel exceso del agua del carretel difícil de controlar, ese carretel que el gato había puesto fuera de control dándole uno de esos manotazos esponjosos y superveloces que dan los gatos a las cosas con las que juegan. La angustia de algo que se iba de las manos y que desconcertaba; cómo tía se mantenía indiferente ante el exceso y la posibilidad de abrir el infinito sin más. Y los niños totalmente jocosos idos en el puro entretenimiento. Pero como es un cuento para niños tiene final feliz. 
 El expositor hizo un silencio prolongado, pidió de nuevo disculpas y se sonó la nariz, miró la botella de agua mineral, miró sus papeles y sin mirar otra vez la botella la tomó con una mano y bebió dos tragos cortos. Y continuó. 
 Supongo que tía al fin descubre un extremo de la madeja y enrrolla todo otra vez y cada vuelta de hilo es como si se absorbiera el agua en un piletón lleno al que se le quita de pronto el tapón, cada tirón absorbe un tramo, un cause de hilo. Solo falta un gran remolino de agua que haga girar todo de una buena y violenta vez, pero aquí no se oculta ninguna catástrofe. 
 Y aquí, en el recinto, donde todos atentamente escuchan a los expositores no era que iba a llorar que lloraría y lo llenaría todo? Va a llorar y lo va a inundar todo de un modo tan patético que deberán evacuar la sala de conferencias. La alfombra impecable de tono celestito se echará a perder con el río de lágrimas y las sillas tal vez por ser de plástico floten. Al principio cuando el agua les cubra los zapatos se pondrán de pie sin entender, luego cuando el agua provoque un cortocircuito de luces y sonido alguien se asustará. Al primer grito sobrevendrá el pánico, los tropiezos algún empujón, porque la puerta no es tan ancha para que salgan por ella muchos cuerpos a la vez. Sin importar si son intelectuales o gente de la calle, como se suele decir, quedará bien evidenciado que todos son muy torpes y relentos a la hora de evacuar una sala.