27 diciembre, 2011

Esos raros días

 Entra ale al cuarto y se sienta, nos mira y baja la cabeza, la enfoca toda en unos papeles. Hace rato lo vimos ya leyendo esas cosas, no le preguntamos qué es. Hablamos de música y de músicos, y de nuestros gustos más personales como siempre, pero esta vez nos subimos encima suyo, él ya lo ha hecho otras veces, nos interponenos. En el piso reina el silencio. En esta época ni siquiera el personal de maestranza mueve sillas y mesas devolviendo a la amplia atmósfera vacía breves y ensordecedores chirridos. Le preguntamos por la familia, y su cara siempre enternecedora que se mece de un lado al otro en su barbilla sincera y sus manos claras, de pronto se apesadumbra. Ahí es, casi, para decirlo con más precisión, cuando saca la masa y nos da en medio de la cabeza, pluf... todo se divide y una sangre la más dulce que podamos recordar abre cursos y corre libremente. Primero su figura que se torna sombría y su voz siempre clara y precisa con esa sobredicción casi nos atrevemos a opinar, se apaga, pero solo para decir algo y luego intentar resurgir con más fuerza. ale casi nos insulta, en la cunita siempre en que nos mece con sus gestos entre dulces barrotes frescos sobre los cuales amamos apoyar nuestro rostro. Se muestra molesto, pero es todo una recriminación que terminará pronto, dice que ya sabíamos todo; que no hay más familia, que no hay más mujer desde hace varios meses. Y ya lo sabíamos, según él ya lo sabíamos. En realidad es ahí cuando saca ese artilugio digno del más embravecido guerrero medieval y nos da. Nuestros tejidos y nuestra expresión hacen un ruido de locos nos sentimos de plastilina, maleables, modelables en cualquier imposible sentido. Le avisamos que estamos hechos trizas -los nervios despedazándose solos y dejando la risa como en carne viva-, y que nos ayude a juntarnos y recomponernos. Pero bueno estamos casi satisfechos de que ale se agarre a esa papirusa.  

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