27 julio, 2011

La muerte del milano

 Una noche de estas pienso que lo mejor que le podría pasar a marcel es morir. Hoy, marcel, expirás, estirás, te vas y no volvés. No escuchamos más su voz, su resoplido hacia adentro para después salir e introyectarse de vuelta, porque esto lo hace más fuerte, y soporta lo insoportable.
 Mientras se inunda el aire de los pequeños ambientes de un aroma de garbanzos que se hierven durante horas como toda legumbre que no ha sido remojada... vaa... o como algunas que no se cocinan en diez minutos deshaciéndose con facilidad, como lentejas coral rápidamente evaporadas por el olvido. Nos satura la profudidad del aroma y para colmo no se ve hacia afuera a través de los vidrios azules empañados por una capa compacta, una sensación de box que nos oprime. Y bien! Que muera, de una vez, podemos matarlo, sí, no más, marcel, no más. Su pelaje se deshace si la luz lo toca como un murciélago de piedra incandescente y vulnerable. Es un comienzo, es un recomienzo, sin él.
 Pero dos horas después, marcel, que sigue dormido y que así estará un tiempo... Se nos aparece como una parte de la que no podemos sustraernos y si sí podemos, porque de hecho podemos, sería como sacarse un pedazo del cuerpo a mordiscones o trozándolo con una cuchara. Ese pedazo de carne artificial traída desde tierras, mares, hermosos desiertos en los que nos hubiese gustado hacer el fuego y cazar. O las playas maravillosas y a veces angustiantes de Big Sur donde Kerouac se echaba en la oscuridad junto a infinitos granos de arena húmeda con manta, vino, judías y macarrones.

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