21 julio, 2011

La llamada del Tegerberg

 Hace unos años con me fuimos al aniversario nº 50 del Tegerberg, ese objeto perdido del que tantas cosas me gustaría saber pero por más que fatigo y fatigo la Internet, nada. Solo sabemos que era un barco holandés que hizo una ruta desde Okinawa, -pero ni siquiera la certeza de que la travesía tuvo su origen en la Prefectura- a Argentina, una primer parada importante en cierto puerto africano... donde nació Keiko. Luego el Caribe y Brasil donde me le dijo que no que estaba bien, a una mujer compatriota -pero en un punto ya también futura paulista o paulistana- que pretendió, -solo para favorecerla- llevarse consigo a Keiko que tenía tan solo unas semanas de nacida, -y, por lo demás, el ofrecimiento tenía lugar en la contemplación de que me, sola, cargaba con otra bebé y dos pequeñas-. Nuestros cálculos siempre falibles nos dicen que por aquel entonces, me, contaba con treinta y un años de edad.
 Solo pudimos encontrar al Tegerberg en un informe de la Asociación boliviano-japonesa de San Juan que publica en su página sin especificar fecha un extracto del 2004 donde se menciona que en el año 1955 el Tegerberg surcó mares parecidos. Zarparon de Kobe, ya en América Latina hicieron una parada en el puerto Santos de Brasil para luego finalizar, presumiblemente, en Santa Cruz a la orilla del Río Grande un 20 de julio, unos 65 días de navegación. 


 Y cuál habrá sido el destino del Tegerberg, hasta qué año habrá continuado trayendo contingentes de inmigrantes y familias de orientales pobres. Habrá sido desmembrado procesado como chatarra se habrá podrido en aguas muy quietas y oscuras. Tal vez hace años lo dragaron, ya cuando sus restos irreconocibles podían ser confundidos con un fuselaje o con fragmentos de automóviles o chapas o escorias que luego otros pobres usarían en un asentamiento para ensamblar futuras casas. 

   
 Sea como sea, fue en la cena de los 50 años del arribo a Buenos Aires donde tomamos por primera vez conciencia del cuadro incomponible que el Tegerberg nos proponía. Sentados a la mesa con las primas y las tías más viejas, mientras me nos miraba sonriendo y arengando para que comiéramos todos los deliciosos bocados del Bentô. En el gran salón del Centro Okinawense había como cuarenta mesas más iguales a la nuestra con todos aquellos viejos que hacía cincuenta años habían perdido la cabeza por el hambre. Bueno... no sabemos qué clase de delirio es el que mueve y lanza a una apertura semejante como la de abordar un Tegerberg. Parece difícil conciliar a la tierra que gusta de escribir textos sagrados sobre el cuerpo y que gusta de las dinastías y de la sangre y de ir siempre tras el paso último como un Heike o como el otro clan enemigo que no da, esta vez, el paso, porque vence a los Heike. Un sacrificio tampoco nunca se hace esperar. Es cierto que hace tiempo el imperativo del mundo es otro; la descompresión total de toda cultura, la desnacionalización de todo rasgo propio para hacerlo irradiar una mística extraña en cualquier otro punto y orden de cosas desacralizadas. Quién llamaría a la noche en el templo cuando todos los monjes duermen y sobre el agua quieta del puente titilan suavemente las estrellas. Quién llamaría como el fantasma llama a Hoichi en uno de los cuentos de Kwaidan. Para haber abordado el Tegerberg hay que haber delirado de un modo descomunal, solo cuando todo el cosmos se vuelca en bloque a componer de un modo tan bestial y alínea las heterogeneidades que aquel día flotan en el aire.


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