15 julio, 2011

Mi casa

 Hay una canción de la Pequeña Orquesta Reincidentes donde escucho algo que me enseña quién soy y también quien soy. La canción dice que no sirvo para el amor. Con esa canción me resigno con dulzura como si bebiese un licor que cálido me informa todo sobre mí. 
 Cruzo la noche solo. El asfalto húmedo y azul como un cielo ciego donde me parece que me deslizo como un rayo. Respirar la noche sola y fresca y un poco vacía es también llevar encima estas palabras que siempre hablan de la ciudad; todo el tiempo la relatan, a veces le ponen el dedo en sus llagas en sus zonas de penumbra. En la Pequeña Orquesta también siempre encuentro el campo. Los corrales, los pájaros, los sonidos de la tierra abierta que embriagan los sentidos. La cabeza de Lázaro -en la prehistoria- rebotando en el suelo; cómo olvidar esa imagen donde toda cosa que remita a una topografía rural se ensancha tanto o más que un horizonte por supuesto inabarcable. Y no parece haber modo de saturar un universo de sentido, en este caso lo rural, -subconjunto inabarcable pero agotado- con una pincelada más o menos sobria como aquella.  
 Encuentros y desencuentros siempre desde una cierta periferia que hacen siempre retornar lo perdido como perdido y lo olvidado como imposible.     

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