31 marzo, 2012

Tratado sobre la memoria

 Nos sentamos en esas amplias mesas endebles del comedor que solo milagrosamente parecen estar limpias. Alan se ríe con ese sarcasmo exquisito que lo posee sin razón aparente. Pongo un billete de cien sobre la mesa y le pregunto cuál es su número preferido. Me dice que es el treinta y dos. Escribo en una de las esquinas del billete el número y lo destaco con un subrayado doble, lo miro con gravedad y le advierto que ese billete es casi de él. Pero todavía no te pertenece; quiero esa memoria alan, la quiero, quiero la puta memoria con las fotos del amigo del hermano que se murió la semana pasada y la música y las demás fotos y todo otra vez. Podés hacerlo alan podés hacerlo... Todas las trompetas suenan y dicen que no vas a ser juzgado... Si tuviera unas copas las alzaríamos y le propondría bridar por un baño de olvido.  
 Le hablo de dios y le digo que él va a estar arriba muy arriba para mí si hace lo que le pido. No sé qué es lo que más lo conmueve y remueve si los cien o la idea tropezándose entre otras muchas vertiginosas de que él trascenderá y será como un raro modelo de bondad y escarmiento. Alan acepta el trato y se quiere ir rápido; le molesta en extremo que yo insista con que tiene que ser esa memoria solo esa, como si la particularidad fuese algo fútil. Pero lo entiende, cruza el silencio y desaparece tras algo que solo puedo imaginar.
 Cuál es el tiempo en el que cruzamos este silencio justo cuando el crepúsculo pinta las casas, las rejas, las calles rotas y los transeúntes son como las plantas necesarias que embellecen y dan vida a los recodos de un acuario doméstico. Vender nuestra alma al diablo; allá vamos. 

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