18 junio, 2011

Solo salpicadura de leche




 Hay que verla porque ella nos muestra la perversidad en la que estamos inmersos. Los sistemas perversos sobre los que nos movemos todos los días porque son las redes únicas por las cuales nuestras ocho patas van testeando todo movimiento, todo gesto, todo aquello en lo que ponemos nuestra atención. En la primer escena ya parece condensarse todo; eso es justamente el silencio del movimiento. Y luego de pronto la maestra corta el aire, las risas, toda posibilidad de sarcasmo y escribe en la pizarra:



 Voy a enseñarles en qué consiste la vida, -en rigor traza seimei vida-existencia- su valor, su agudeza, su profundidad dolorosa y oscura. Nunca imágenes tan luminosas han desprendido tanta oscuridad y resoplidos de más oscuridad en cada uno de sus sucesivos desgarrones de locura y resentimiento. Es, como aquello que Derrida señala en uno de sus mejores textos, aprender a vivir por fin y si ello es o no posible; si es que se puede enseñar y aprender a vivir. Como sea, la maestra lo va a enseñar de un modo conmovedor, irrefrenable... pero siempre encerrada en este duro esquema de lo cotidiano-perverso.
 El cartón de leche que se desliza por la superficie impecable de la mesa que el dedo empuja con indiferencia como en un sueño donde todo está al mismo nivel. La salpicadura de leche sobre los trajes azul marino y los botones brillando y hablando más o menos por fragmentos que caen, como descascarándose, así también las palabras se enciman unas a otras en las pantallas de los Ipod. La violencia de una punta a la otra llevando las risas bellas y corrosivas que golpean con pelotas macizas los cerebros hasta dejarlos secos rebosando murmuraciones. Todo colapsa y renace reproduciéndose por abajo, ahí en la primer escena está todo.