16 junio, 2011

Poli-ladron


 Recuerdo el patio de la escuela, amplio, muy amplio. Tenía una forma rectangular, sobre los lados de mayor longitud había aulas o salas, porque en un caso se trataba de los grados y en el otro las salitas del jardín, antecedidas por una galería en extremo angosta, y, como dije, enfrente las aulas soleadas en las que nunca estuve más que como un invitado casual. Después el lado de la campana con esa cadena cortísima o altísima a la que ni siquiera en los últimos años pude llegar. Lo cierto es que en aquel patio podíamos correr hasta el hartazgo, podían jugarse verdaderas escapadas donde realmente se ponían a prueba las destrezas de un sujeto para escapar o para atrapar. Era divertido que los captores siempre quisiesen ser captores y las presas, presas. Era como si estuviésemos determinados por nuestra propia naturaleza para elegir esos papeles. 
 Todo esto para decir simplemente cómo nos fascinaron siempre las escapadas, los escapes, las evasiones. Las organizaciones que solo piensan en túneles, en boquetes, rampas, rejas inconsistentes, simulacros. La técnica, las estrategias más sofisticadas, las destrezas que solo algunos pocos hombres tienen, la paciencia y los afectos: todo al servicio de una evasión vertiginosa. Luego la comunidad tornándose imposible; la figura de la traición. La amistad como un vaso comunicante productor de sentido y derrames que al menor contacto estallan, como sustancias inestables que alcanzan una temperatura crítica. En Le trou siempre se trata de ver cómo un gusano horada su túnel, cómo el cuchillo despanzurra la anguila en un trabajo silencioso y de imágenes leves pero avasallantes. Eso es la intensidad máxima de las imágenes que trazan una superficie perfecta, sin sobresaltos y para nada irregular, acero límpido, empujando el relato como una máquina que tira con lo justo sobre rieles mudos y veloces como el rayo.