11 junio, 2011

El mandato imposible


 Siempre me pregunté por qué esto no lo puedo hacer, por qué esto no lo puedo hacer. Los demás lo pueden hacer, yo no. Tenía la pelota en las manos y no podía hacer nada con ella, a mi alrededor resonaban los gritos de los otros estudiantes en la clase de educación física. Si únicamente por casualidad la pelota llegaba girando vertiginosamente hasta mis manos la tomaba y no podía lanzar al aro aunque estuviese cerca, algunos lanzaban hasta de la posición de triple. Me gustaba escuchar el sonido de las suelas que parecían chisporrotear sobre el parquet impecable pero me asustaba un poco que al tocar la pelota una maraña de gritos se me abalanzaban y me rodeaban como un enjambre de moscas hambrientas. Porque no estaba seguro con la pelota eso era lo que decían que me pasaba que tenía que ganarme a mí mismo como conquistarme y creérmela. Ahora estoy convencido de que no es porque no me la creía.
 Más bien parece que la ineptitud y la discapacidad en mí aflora desde el momento en que se me inoculan los contrarios, la medicina para contrarrestar todo mal. El mandato imposible: tener que ser un hombre tener que ser un hombre. 
 La vitamina para encuadrar un modelo de vida posible, confortable. La fuente del descreimiento de la desatención, de toda esa raigambre de torpezas debe ser hallada en una pedagogía que solo sabe producir lo otro de lo que se propone y traer a la vida despojos de miedo y desatención. 
 De qué depende una buena pedagogía; de qué depende que una pedagogía no desbarranque en una sucesión de desencuentros, en una escalada de violencia y autodestrucción en un retorno de miseria densa que escribe con un material indeleble desde dentro. Una oscuridad creciendo dentro... invisible para el mundo que solo puede ver los derrames.

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