17 mayo, 2011

Los trece perdidos

No sé qué pasó hoy porque siento que es el día más triste de mi vida. Al menos no recuerdo haber estado como hoy tan triste en los últimos tiempos. Tenía tanta necesidad, pequeñas tantunitas, de sentirles cerca que no quise estar en mi mesa y vine a sentarme acá en el comedor que es el lugar de ustedes porque sentía que eso me aliviaba. De pronto sentí ganas de escribirles, siempre me lo habían pedido y no lo hice. Tal vez para intentar reivindicarme un poco podría decir que lo hice justo ahora cuando ya presiento que entre nosotros se interpone una distancia. Cuando ya comenzamos a estar en espacios distintos, en lugares distintos y sin que lo quieras te hacés replanteos y pensás qué hubiera pasado si… Entonces escribir es como una compañía porque allí podés volcar los miedos, los desaciertos y los recuerdos que te van llegando. Querés pensar y pensar en esas cosas porque creés que eso es lo que te queda de la otra persona. 

Y después ya estaba en otro lugar, cansado, y me descubrí mirando un punto fijo en la pantalla que no era nada. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Solo segundos o media hora? No pude revolver, internarme en toda esa fugacidad e hilarla. Levanté un poco más la vista antes de irme a dormir y me di cuenta, sintiéndolo, que era una noche de invierno; fría y silenciosa. Busqué apoyarme un poco en ellos y que me devolvieran algo. El chiquito que cuida los anillos y las seis ranitas, Delía empuñando la banderita con el asta incrustada entre el hombro y la oreja y el amigo de Delía, S.H. Desmond y Penny con la boca abierta... sin olvidarme del chiquito que sostiene la ventana. ¿Y el chiquito que se sumerge y crece? En otro lugar, en la cocina, descansa buceando inmóvil en el fondo de una botella que se llena de a gotas. Todos ahí, ¿qué son? Materializaciones de un deseo de que retornen huellas sobre una arena que ya no existe o compañeros de un futuro incierto o de juegos que solo pueden ser recuerdos de jugadas maravillosas. Solo una conexión con lo irrepetible.