11 diciembre, 2012

Otras regresiones

 Me gustaría poder codificar en onomatopeyas el llanto del perro. Qué difícil es admitir que los signos reproducen aquello que en la tibia noche se enarbola entre los patios internos, las medianeras y la general disimetría de las edificaciones. Pero lo intentaré; uuee, uueyee. Cómo se lee eso lo ignoro. El perro no para de lanzar ese reclamo al firmamento desde hace semanas. De pronto, una iluminación. Está claro que para triunfar en la vida hay que creérsela. Siempre hay que creérsela. Hay que pararse, caminar hasta la heladera, después encender la nottbook, hablar por teléfono lo que sea no importa hay que creérsela... si no... nada funciona. Mientras sigue lanzando el quejumbroso lamento me convenzo más y más del significado profundo de lo que es la autocreencia. 
 Vamos caminando por Bolívar con la sensación de que vamos bajando por la vereda, esa angostísima, -caminar por una vereda así supone toda una destreza, un conocimiento de la ciudad y de las cosas que asoman a cada recodo, sorpresivamente- y le digo, a Ale, que el problema es que siento que se me acaba la nafta. Y me dice que eso es tan solo una sensación. De pronto se detiene y me avisa que nos despedimos porque allí en la puerta de ese garaje va a buscar su auto y sabe que se la cree cuando dice eso, pero me tranquiliza de inmediato porque después vamos a seguir discutiendo los pormenores. Sigo caminando solo hasta la esquina y cuando estoy esperando que el semáforo corte para poder enfilar directo a la boca del subte hago unos segundos de tiempo balanseándome sobre el cordón gris de duro adoquín. La diferencia de altura entre el cordón y la calle parece una distancia enorme que estremece como si jugara a caminar sobre un desfiladero. El sol pegándome en la cara; no me deja ver. Pienso, en ese instante, que dentro de muy muy poco estaré descendiendo por la escalera de la estación Bolívar y no creeré en nada.

No hay comentarios: