03 septiembre, 2012

En el aeropuerto

 Los aeropuertos tienen poco que ver con mi juventud y con mi vida de adulto. Pero en mi infancia sí los frecuentaba a menudo. Una vez fui feliz en un aeropuerto, ya era grande, al menos ya no estaba junto a mi familia, había ido solo a Ezeiza o acompañado por alguien joven como yo. Ese día me sentí muy feliz. Fui a despedir a mi amigo que viajaba a Europa y cuando llegué me dijeron que había abordado; había desaparecido por esas escaleras mecánicas tan misteriosas como la desaparición de un cuerpo humano ante una mirada expectante. Ya habían pasado los tiempos en que se podía ir al patio gigantesco a mirar los aviones despegar o aterrizar trepado a esas estructuras metálicas parecidas a las que ponen los policías de infantería en las manifestaciones para que nadie cruce ciertos límites. 
 Cuando entré al hall central también difícil de abarcar con la mirada -donde esas columnas imponentes y simétricas con apariencia de plástico y metal azulado se reproducían por todo el recinto amplísimo- me salió al encuentro la que no sería la mujer de mi amigo y me entregó un sobre de papel madera y me dijo; él quería que tuvieras esto. Lo tome entre mis manos y el sobre resonó aunque no lo presioné con demasiada fuerza, repiqueteó como algo flamante, escurridizo pero que no se separaba de mi piel. Candelita se quedó mirándome con sus grandes ojos negros y yo agaché la cabeza avergonzado por el honor supongo, porque mi amigo dejaba, para que yo los viera, esos poemas que nadie aún había leído. Su mueca de escepticismo se dibujó con trazos precisos en mi imaginación, guardé el sobre en la mochila y salimos para retornar de ese lugar de paso. De fondo las turbinas de algún avión ensordecían el atardecer y el gran radar giraba en la terraza y continuaría girando rápido y sin intervalos ni atropellos.  

No hay comentarios: