Y qué es al fin lo que funciona cuando alguna de estas maldiciones vienen a cumplirse. Hoy tuve que jugar al laberinto entre todo ese mármol entre todas esas columnas fastuosas entre todo ese lujo mientras escuchaba el ronroneo de los motores el silbido de los cables sentía las sopapas en el cuerpo y los tubos entrando y saliendo de él. Las superficies corrugadas, las canaletas, las pantallas iluminadas con los valores que variaban levemente hasta que una chicharra muy suave zumbaba haciendo centellear una luz anaranjada durante un buen rato.
En definitiva las fuerzas de la desgracia me avisaban hacía semanas que algo había allí preparándose para todos nosotros un cultivo una acechanza una caricia de absolutez resoplando exigiendo, eso que no tiene nombre, ese tesoro que no se puede pagar. Algo había cuando bajaba por la calle Azcuénaga algo que atraía hacia allí la mirada, por la belleza, creí, no... era una llamada, de los horrores sorpresivos de la noche negra.
Ahora al horror que trae la noche y el miedo a que lo anorgánico despierte le antepongo un rezo de las montañas, de los prados floridos de los bosques de pinos. Claros soleados donde bandadas de pájaros revolotean cerca de la tierra y próxima una cabaña solitaria devuelve el sonido del trabajo aplicado de sus moradores. Un rezo tal como el que encuentro en este pasaje de Los Vagabundos del Dharma:
Y más tarde, metido en el saco de dormir, pensé mientras fumaba: "Todo es posible. Yo soy Dios, soy Buda, soy un Ray Smith imperfecto, todo al mismo tiempo, soy un espacio vacío, soy todas las cosas. Tengo todo el tiempo del mundo de vida a vida para hacer lo que hay que hacer, para hacer lo que está hecho, para hacer lo hecho sin tiempo, un tiempo que por dentro es infinitamente perfecto. ¿Para qué llorar? ¿Para qué preocuparse? Perfecto como la esencia de la mente y las mentes de las cáscaras de plátano."
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