16 junio, 2012

Árbol de mandarinas

 Mientras almorzamos ale cuenta una historia breve, bella, entre suspiros, resoplando tras cada bocado de carne y arroz, baboso pero rico. Hace gestos sentidos con las manos y dobla la cabeza como si todo lo que quisiese decir cada palabra cada impresión hiciesen que todos sus músculos y articulaciones se flexionasen. Y cuenta que las mandarinas le gustan, pero sin que lo especifique es evidente que no cualquier mandarina le parece sabrosa, no las de un super no las que se pueden adquirir en una verdulería cualquiera. Las de acá a la vuelta las de un puesto ilegal que no paga nada pero que ya es casi una tradición de treinta años sí. Y sobre todo, aclara enseguida, esto viene de la infancia, el perfume, el color, el tacto áspero de un tronco de árbol viejo en el fondo inmenso -porque su abuela tenía una casa de media manzana- y ale allí arriba descansando y comiendo la fruta. Y dice que le gustan esas cosas, como que eso es lo que en definitiva afecta el hoy, retiene y ocupa los momentos duros, las cosas de la infancia. Esto quiere decir que muchas veces está sin estar y soporta sin soportar nada de lo que muchos creen que soporta, en realidad está en esa media altura. Allí sobre ramas y troncos cebados de un verdor mate en suspenso en la humedad blanca de la tarde nublada; o de aquellas tardes en que se come fruta y se está en soledad en la casa de una abuela que como un titán sostiene todas las pesadas ausencias.
 Abajo está la abuela, ¿lo sabe ale?, parece que lo sabe, está abajo del árbol sosteniendo aguantando el gran árbol de la vida que quieren robar los americanos chantas del mismo modo que querían robarle a los pobladores del gran árbol de la vida todo ese tesoro a los Na'vi. Ale deja que las mandarinas sigan cayendo por atrás de su conciencia las mejores las dulces las jugosas las que son como caramelos porque no tienen semillas.

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