17 agosto, 2011

Milagros


 De vuelta, otra vez andábamos por allá mirando la negrura del cielo del mediodía. Se había puesto así de repente. Cuando las fuerzas se espesan, se ensanchan y comienza a crujir todo el entorno de la naturaleza... nadie se acuerda de ningún pronóstico. El cielo estaba negro y quieto, como hecho de una masa que solo esperaba el último movimiento de partículas para desprenderse y desplomarse como un manto interminable de dolor, de frío. Convencidos de que en lo mojado no se genera nada bueno, nada estable, nada realmente vivo... 
 Nos recostamos sobre el respaldo de un sillón cómodo para sentirnos más livianos y contrarrestar el dolor, las vísceras atrofiadas desde hacía meses. 
 Levantamos en ese preciso instante la llamada. Era DTU para avisar que el fit había llegado a los 400. Nos contagio la alegría, las ganas de festejar, de abrazar a los compañeros y llorar y reír toda la noche. 
 Pero después ya no podíamos reír, mientras avanzábamos desganadamente sintiendo el suave repiqueteo sobre la fina capa de agua en el asfalto azul que deslumbraba todavía más bajo esos grandes faroles de luz fluorescente. Qué de noche estaba todo, a un costado nuestro un chico zumbó deslizándose con una gran tabla de skate. Y eso era lo único, no había más señal de movimiento ni de gente. Las rueditas de goma maciza del skate iban dejando unos largos trazos que se fundían sobre el trasfondo liso que ya no era la calle. Era una superficie para bañar todo de azul y contornear sobre ese plano liso único la noche mojándose así misma, imperceptiblemente, y liberando como un chorro de altísima presión todo el silencio posible.

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