30 enero, 2014

Mi cuñado

Esto sucedió un día de verano a la tarde, a la hora de la siesta cuando todo es silencio y no se mueve ni una hoja, lejos de Oriente:

 Limpiaba la casa. En cada cuarto un ventilador encendido para que corriese aire a raudales y las habitaciones se enfriasen un poco. Nos habíamos ido acostumbrando a la sofocación de los últimos días. De paso la ventilación de los ambientes hacía que los pisos se secasen más rápido después de barrerlos para sacar las pelusas más grandes y los restos que casi se podían juntar con la mano, apliqué líquido desinfectante a todo el mosaico y lo fregué un buen rato. Cuando estuvo seco volví a barrer para retirar polvillo y algún resto que pudiese haber quedado disimulado en la pata de alguna silla o junto a mesas o sillones. Cuando eso estuvo terminado me dispuse a quitar la grasa y la suciedad de los vidrios de los ventanales que dan al norte. Elegí un buen trapo de deshecho pero que estuviera limpio y no dejara pelusas adheridas y rocié con líquido recomendado para limpiar vidrio toda la superficie. Cuando me disponía a frotar una de las grandes ventanas me llevé una sorpresa al ver sobre la medianera, a unos pocos metros de distancia de la ventana y a unos seis metros de altura, parado allí, como piedra trémula, estaba el señor Yoshitsugu, el vecino. 
 Estaba vestido con unas zapatillas deportivas, unos pantalones de jean hechos bermudas y una remera donde se podía leer claramente la palabra Okinawa, si bien el dibujo por estar la prenda bastante usada ya no tenía colores vivos y tan solo dejaba que se adivinaran las palmeras, la playa, y el mar azul. Bajo el sol el señor Yoshitsugu parecía preocupado o más bien angustiado como si de un momento a otro se fuera a arrancar sus cabellos blanco nube lacios y sedosos. Lo saludé acercándome lo más que pude a la ventana y él levantó levemente su mano, mientras de pie ahí en el techo de su casa miraba hacia abajo a los patios donde habitan los Dejuaco que son los vecinos malos. Con el pie más hábil daba pequeños golpeteos sobre la pared medianera y decía con insistencia y clavándome la vista para darle mayor gravedad a su pesar, "la pared, me rompieron toda la pared. Quiénes" -pregunté mostrando máximo interés-. Yoshitsugu no pronunció nombres, simplemente arqueó sus cejas de tal forma que supe que se refería a los Dejuaco. Explicó que habían realizado algún tipo de trabajo pero no sabía exactamente por qué habían necesitado agujerear y golpear la pared medianera, en consecuencia detrás del machimbre de su propia pared el reboque fino se había estropeado por completo. "bakataré, bakataré" -se descargaba murmurando convencido y dolido-. "Uno no quiere tener problemas con nadie pero mi pared quedó estropeada". Para consolarlo le dije que estaba sorprendido pero que no podía darle demasiados detalles ya que en los últimos días no había visto ni gente trabajando ni escuchado ruidos de máquinas. Ambos inclinamos la cabeza hacia abajo y observamos el patio de los Dejuaco, todo estaba quieto y sin voces. Sobre la pared que compartían con el señor Yoshitsugu solo se veían unos ganchos amurados con tacos que iban de un extremo al otro del patio y que les servían a las o los bakataré -como había dicho Yoshitsugu- para colgar ropa. Y luego la parrilla que era formidablemente grande pero que casi nunca utilizaban porque no habían hecho el tiraje en regla. Yoshitsugu se quedó viéndola largo rato, le explique que casi nunca la usaban, él intentaba tramar una hipótesis que explicara por qué habían necesitado dar golpes tan enérgicos a la pared. Yo me esforzaba también viendo cómo la frente calva de Yoshitsugu se fruncía por el esfuerzo inquisidor. Antes de darme las gracias y despedirse Yoshitsugu quiso que le confirmara si allí abajo aún vivían las personas que él recordaba como niños, pero que en la actualidad ya no lo eran. Me habló de la señora mayor que yo no había conocido pero no ignoraba su existencia, abuela de los Dejuaco y antigua propietaria de la finca. "Si son ellos... si son los mismos... los conozco, Germán se llamaba el chico... Son los mismos" -lo interrumpí-. 

 Algunas semanas después mi mujer me pidió que llevara algunas prendas a la tintorería. Mi pullover preferido, un ambo y tres o cuatro tapados de ella. Era sábado a la mañana. Durante un buen rato estuve buscando una bolsa o un bolsón lo suficientemente grande como para cargar todas las prendas. Encontré por fin una bolsa tamaño gigante en una cajonera donde mi mujer suele meter bolsas de regalos y envoltorios de obsequios. Cargué todo y salí. El lugar estaba con la persiana baja y parecía semiabandonado. Todas las tintorerías son mas o menos igual de kafkianas. La estética sobria es lo que en ellas domina. Poca luz natural y artificial menos que lo justo. Un gran mostrador de madera macisa, pocos adornos o ninguno rara vez un crucifijo o imagen de santos o patronos del trabajo. Pero el olor del solvente es seguramente más seductor que el vinagre de los locales de sushi. Asomé mi cabeza hasta donde pude, vi macetas con plantas que jamás en mi vida había visto, tal vez el señor Yoshitsugu las había traído en unos de sus últimos viajes a Japón. El lugar estaba desierto, en un costado de la neblinosa puerta-vidriera con una tinta que se había desteñido, tal vez con una lluvia torrencial, había un cartelito que decía "tocar timbre al lado". Señalaba con una flecha y los tres números exactos de la dirección que no llegaban a distinguirse del todo, solo un 8. De todos modos fue fácil encontrar la vieja puerta de dos hojas, una fija y la otra móvil, altísima y angosta como suelen tener las casas con balcón francés. Toqué timbre y retrocedí hasta la persiana de la tintorería. En efecto, apareció una mujer nipona de unos cincuenta y tantos o cuarenta y tantos? sesenta y tantos? Entre 40 y 60 no cabía posibilidad de equivocarse. Me miró con cierto recelo antes de abrir el candado pero de inmediato me sonrió y me hizo pasar. Apoyé la bolsa sobre el mostrador y le pregunté si el señor era su marido. Creí que ella primero dudaría y mirándome a los ojos me preguntaría "qué señor"? Pero no, su contestación mientras acomodaba algunas cosas dispersas sobre el mostrador fue "es mi cuñado". Por frases y comentarios posteriores me dio toda la impresión de que allí el señor Yoshitsugu era como el distribuidor de sentido a la manera de la carta robada en el cuento de Poe según la famosa interpretación de Lacan. Yoshitsugu ausente-presente. No entiende que esta casa es ya muy vieja. Mi cuñado tiene diez hermanos. Mi cuñado es el que organiza eventos en el Centro Okinawense de Argentina. Esas son cosas de mi cuñado. Le dije que el señor estaba preocupado por la pared que según él los vecinos... A lo que ella movía la cabeza negando mientras preparaba una boleta de retiro escribiendo sobre un talonario y repitiendo siempre como si meciera las palabras antes de dejarlas salir "es mi cuñado, es mi cuñado".       

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