07 enero, 2014

La noche que se alarga

 En la esquina de Antonio Machado y Malvinas Argentinas estaba demasiado oscuro. Lo bueno es que había un cantero muy piola para estarse sentado y hasta tenía un enrejado que funcionaba muy bien como respaldo para descansar. A un lado, cruzando la calle, estaba el barco celestón del Hospital Naval; apagado y silencioso... pero vivo en su interior. Los semáforos, dispuestos en dos de las esquinas y un bulevar lindante con el parque eran la única iluminación cercana. Medían con sus cambios lumínicos la noche de fiesta. Más allá del semáforo que estaba en el bulevar había unos bancos de cemento y un tipo sentado que se mantenía inclinado mirando la pantalla de su teléfono como si esa fuera su única luz. Estas noches se ahuecan en su interior oscuro y aparentan ser eternas, como noches que nunca van a acabar. Son noches que se estiran intentando aplazar el alba pero al final se hace de día. Cuanto más se ahueca la noche más deseos de felicidad se le piden y la noche más traicionera se vuelve. En la película Felicidades, a un tipo se le ahueca la noche y la recorre, la alarga como un río que extiende sus aguas mansamente, recorre la noche que se cierne traicionera queriendo comprar un regalo a último momento; un regalo especial. Se respira la noche con esa profundidad llena de vida, llena de soledad. Cerca de los juegos había varias personas que salieron de sus casas, había niños, niñas, gente mayor, algunos encendían bengalas y otros preparaban un cohete que se dispararía en instantes de una botella de sidra que había sido recogida junto al cordón. Pero más acá el tipo que estaba solo y miraba su teléfono seguía en la misma. Esperaba una llamada de lejos? Se detuvo un coche frente al semáforo y esperó que corte pero no cortaba nunca debería haber arrancado igual, pasárselo en rojo, pero no, esperaba que corte y cuanto más desierto está todo -se sabe- más tarda el semáforo en cortar pero así es como deben ser las cosas y no hay nada que discutir. Al lado de las personas que estaban cerca de los juegos festejando con cohetes y fuegos de colores había otras personas que también preparaban botellas para lanzar al firmamento sus fuegos multicolores deslumbrantes. Más lejos, metidas y en cuclillas en la pista de skate que parecía una cueva a cielo abierto, una mujer y una niña se miraban, ¿estaban abrazadas o acurrucadas? Entornaron sus cabezas hacia arriba para admirar los fuegos multicolores. Casi en el medio de la calle otra botella de sidra ahí de pie, y de ella salía una bocanada de humo gris espeso que se afirmaba en el aire por el foco de alumbrado que le caía justo encima. Un perfume a pólvora que se expandía. No había dudas de que el calendario anual avanzaría uno más en unos instantes, ya. Pasaba justo por un lavadero de autos cuando eso sucedió. Había unos pibes allí, empleados que habrían dejado haciendo una especie de guardia y uno sentado en un cajón de manzanas que hacía un vaivén pendular con chirridos muy suaves esperaba a otro que se acercaba con un espumante. El que se acercaba muy decidido al otro con la botella sostenida del cuello inclinó muy levemente la cabeza y con naturalidad me gritó que tuviera, capo, un feliz año. Todo se detuvo en la cabeza de millones, estalló en las mismas cabezas de millones y se preparó para recomenzar.

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