16 noviembre, 2015

Poca cosa

 Cómo decir que todo todo esplende esa luz, ese calor justo. Las miradas están en un justo equilibrio. Pero las cosas se caen, se marchitan rápido como quemadas por un ácido invisible. En la esquina están paradas unas mujeres con polleras que les cubren casi entera la pierna y casi todas tienen en su mano un libro de salmos, sus expresiones idénticas, como por decidir hacia dónde, hacia cuál. Militan la palabra del Señor. Una mujer joven pasea a su perro. Un tipo está sentado en la esquina dentro del bar con grandes vidrieras por donde ver hacia la calle, no lee el diario que reposa entre sus manos sobre la mesa. Fuma y observa lo que pasa. Al costado de las vías, en la calle que está al costado, hace rato que las vías no vibran y se endurecen al sol porque el tren se distancia. La peluquería nueva está cerrada, antes había un delivery de comida asiática, el cartel quedó, solo el cartel del lado exterior del local a una cierta altura considerable. Adentro del local había pintado un mural con muchos colores que seguro habían hecho todos los amigos -peces, sirenas y flores- antes de que inaugurara, ahora ya no quedaron rastros de nada de todo aquello, solo hay espejos sobre fondo blanco, un cuadro de naturaleza muerta comprado en un bazar, una cataratita de mesa que se enchufa se ilumina y rueda agua sobre unas pequeñas piedras artificiales. Cambio permanente. El universo es así. La bolsa de las compras se estruja entre las manos, va para un lado va para el otro. El barrio el domingo a la mañana parece otra vida, otra velocidad irreconocible. Y la bolsa es acariciada por un suave viento que entibia. Con tan solo la carne. La colita de cuadril, el bife de chorizo y la falda parrillera; otros cortes no había, ni achura... menos. Cuando todos pregunten por el chorizo habrá que explicarles que por comprar a último momento lo que hacía falta para hacer un asado ya chorizo no había. Ya la tengo la conseguí la llevo. Todo lo que se venía cayendo ya no se va a caer. El día se venía cayendo, aunque todo esplendía, no importa cuando algo se tiene que caer se va a caer, cuando el amor y/o una reunión imposible se tiene que caer se cae. Las cosas no se levantan ni levitan porque sí pero las cosas sí se caen y se estrella todo desde el firmamento hasta el suelo porque es así. Pero lo que es simple es simple, ¿encontrar una carnicería abierta un domingo a la mañana es raro o simple? Si es temprano es probable que algo le quede al carnicero además de un montón de milanesas apiladas que no se van a caer porque se agarran unas a otras se aferran, el pan rayado, los granos con los granos como arena seca. La bolsa se llena con carne fresca que no sangra tal vez sangre después más tarde en la misma bolsa formando un charco de sangre coagulada o ya sobre las brasas los hilos queden estáticos, semisólidos, como estalactitas rubí. Todo se levanta como si el día recomenzara, pero de otra manera, con la fuerza de una bolsa llena de carne que se lleva y que va de un lado al otro con ritmo, una bolsa que es bien llevada de la manija sin que duela para nada que pese casi tres kilos y haya que transportarla varias cuadras y después cargarla en un bolso y en un baúl de un auto para cruzar la Gral Paz o cualquier otra autopista que saque a la gente el fin de semana para que descanse y consuma y vuelva al rato en medio de interminables desfiladeros de autos que se paran todo el tiempo, se paran, sin que nunca se pueda saber por qué pasa lo que pasa; toda filosofía del embotellamiento muere siempre ahí. Tanto como una bolsa. ¿Tenés ganas? Me dicen. Si te parece podemos. Sí está bien ¿conocés alguno? No sé dónde vamos a conseguir. Dice que no hay tren. El tren diesel. Pan. Poca señal. Estamos prendiendo el fuego. 


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