13 junio, 2014

El resplandor

 Una noche que no se termina nunca, y un día que cuando llega no puede vencer el sin término de la noche. Esa noche pasaron un montón de cosas pero en realidad pasó tan poco. Esa noche estuvimos con ella, solo arrimados, en una casa de la que después nos tuvimos que ir en una escena armada por un padre que no sabía muy bien cómo echarnos de una casa, a la que no nos había invitado, sino simplemente encontrado. 
 Cuando la noche se pone pesada y el vino se entibia siempre está la policía que tiñe un poco más de azul la noche. En ese momento nos tenemos que ir, parece que en realidad no es buen momento para que nos vayamos pero es imperioso que nos vayamos, somos tres. El padre estratega. O nos vamos o no nos vamos, pero no tenemos opción. O caminamos para allá o caminamos para acá, pero no tenemos el hacia...  o mejor sí esperar, eso si tuviéramos opción, y no tenemos. O damos un rodeo o no se nos ocurre nunca hacer tal cosa, para el caso, nos explica el padre, que no va a pasar nada. Caminen. Nosotros vamos a ir caminando y no va a pasar nada porque el padre ya lo habló. Fue y desmalezó. 
 El objeto sobre el que estábamos era un sillón viejo y desvencijado y duro pero en ese paso junto a una escalera que conectaba a la planta baja a una gran cocina-comedor, estaba oscuro. Llegaba débil la luz de abajo y las voces de los otros que nos rodeaban, y después el deseo al oído, pero al otro día -cuando ya todo esto se rememora colectivamente- de que estuviésemos o de que hubiésemos estado, juntos. Remuerde. Otra estrategia, una microestrategia para que otros deseos se pudiesen sobrellevar o repercutir sobre otras relaciones nuevas, descubrimientos de algunas otras novedades. Y nosotros acurrucados en ese sillón, una especie de elástico de cama de plaza y media sin colchón siquiera, si bien algo blando estaba, pero las manos entrelazadas; firmes, y los cuerpos juntos; vacilantes, eso era lo que daba cierto muelle, la calidez, el aliento cercano. Algunos susurros y las bocas y las manos haciendo entre sí todo lo que lo demás no hacía.  
 Y afuera la luz azul dando vueltas por todas las paredes y por todas las cabezas de la vecindad. Caminen. Está más fresco, pero está todo bien, a nosotros los policías no nos van a decir nada porque el padre, estratega, ya habló con quien debía hablar y todo se aclaró. Es simplemente una noche que se alargó, una noche que debía haber ya concluido y como nunca se terminaba el padre hizo que encontrara un término; ciertamente ficticio pero no por ello menos situado en la realidad social. Ojalá ya la luz azul estuviese a nuestras espaldas y pudiésemos doblar la esquina y desaparecer. Pero todavía nos faltan unos cuantos pasos, damos trancos largos pero sin apuro, no nos atropeyamos. Atrás todavía el padre y una vecina se quedan en la puerta mirando distraidamente, el padre fuma. Las veredas son irregulares, tienen alturas diferentes como un plano amorfo y secuenciado. La luz azul baña nuestras miradas cuando pasamos junto a ella, junto al patrullero que la emite como una fuente de ser lumínica. Una panorámica mostraría que volvemos nuestras cabezas hacia la izquierda, inevitable, está ese pibe puesto contra la pared y alguien que puede ser la hermana mayor grita o antes el pibe se despega de la pared en pose de entrega y se desprende y sale a la disparada y ahí es que la hermana grita. 1)Él grita. 2)La policía grita primero y él contesta a los gritos y desafiando la vida y la muerte. 3) La hermana grita antes o después, o es u grito excesivamente largo. Está un poco más fresco, y está húmedo, tal vez hace un día llovió y no secó bien porque en el pedazo de pasto cortito de las veredas aledañas resbala el pibe ese y cae de bruces. Y el resplandor azul lo va atrayendo como una red que está por todos lados y de la que esa noche no se puede escapar. Nos vamos a la casa de uno de nosotros y nos quedamos todo lo poco que resta de la noche tomando cerveza y jugando a las cartas. Y apenas se hace de día sin lavarnos la cara salimos para la casa y pasamos por los mismos lugares. Es tan temprano que no hay comercios abiertos y por lo tanto ni una sola vieja con el changuito pretendiendo hacer las compras. En el cantero están las marcas de la patinada de ese pibe. Son largas las marcas como si alguien hubiese esquiado sobre el barro, como si se hubiese pasado los dedos por la superficie de una torta cubierta de crema y debajo está la cobertura de chocolate intacta. Sin pronunciar nada miramos todo con avidez como si buscáramos pruebas, manchas, restos, algo significativo. No hay nada más que esas marcas en el lugar donde el pibe cayó y unió la superficie de su cachete con la del pasto empapado. Cuando llegamos nos sentamos del lado de enfrente de la casa, en un gran escalón. Está fresca la mañana pero ya asoma el sol. Miramos la casa como si fuera alguna clase de templo sagrado del que saldrá algo espectacular. Sin impaciencia nos quedamos expectantes hasta que las chicas se levanten y salgan, para irnos, tal vez tranquilos.   

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