11 enero, 2013

Un lugar en el mundo

 Me acosté. Me dormí rápido pero tuve un sueño entrecortado con constantes molestias, las ganas de orinar que no se aguantaban y tal vez, eran injustificadas. Una sensación como de que estaba lleno de mosquitos que revoloteaban constantemente por la habitación. En verdad se trataba de una sensación que parecía como si de pronto hubiesen germinado pulgas en el colchón pues la picazón insorportable nacía de abajo. Pero eso era imposible... Pulgas? No no tenía sentido. Los mosquitos a veces desarrollan un ataque silencioso y se vuelven diminutos y su picor es constante pero suave, no llega a sobresaltar el cuerpo y la carne permanece naturalmente adormecida en las altas horas. 
 Injerto de injerto. Qué sé yo cómo seguía esto... no importa. Después de que han pasado las navidades en el mundo y los fines de año pienso que sé cuál es el lugar donde quiero estar, cuál es la casa donde quiero estar. Algunas personas para mí más que respetables cuando se preguntan cuál es su lugar siempre dicen es una montaña o es una casita en una montaña, es una cabaña que se recuesta sobre un prado y que siempre huele a flores silvestres no importa si hay o no hay brisas que traigan el aroma de las florecillas, es campo puro, siempre. Otras, no se andan con lo puro, simplemente dame un depa a una o dos cuadras de Cabildo y Juramento y estoy. No conciben la vida lejos de Cabildo y Juramento. Eso lo dicen siempre en reuniones con amigos sin que siquiera sea necesario que un poco de alcohol remueva la colesterol de sus arterias. En ese sentido pensando justamente en los lugares que son el mundo de uno me digo que mi mundo está en las alturas; me convenzo de eso más que nada en esta época cuando el año es nuevo y en general no va a pasar nada. Enero no es como diciembre, en enero no pasa nada nunca. 
 Ese lugar está en las alturas, lo más alto que se pueda, no sé por qué ya en edad avanzada eso llega al punto de obsesionarme. Ver las luces, la inmensidad de cemento, todo ese recorte heterogéneo que es la ciudad desde una vista aérea. Los atardeceres y sobre todo las lunas. Guau! Las lunas desde semejante altura limpia digamos, son una fuente apelotonada maciza y bella de luz de rayos blanquecinos envolventes de litio como fuente de vida. Digo de litium en el sentido de esas cosas que nos atraen nos inyectan toda la energía que necesitamos para movernos; bueno sin ser máquinas, no es el litio lo que alimenta nuestra cotidianeidad? Es verdad podría haber dicho chocolate. 
 Soñé que te decía que lo que te iba a decir que había hecho era una locura, pero ya estaba hecho, no había podido evitarlo y lo había hecho. Le había estado dando vueltas al asunto pero no había podido evitarlo y ahí estaba la oportunidad y lo había hecho. Compré la casa de los abuelos. Ya está hecho. Era una oportunidad una casualidad que se entrelazaba con un milagro, el azar y la felicidad señalaban que eso se ponía frente a mí y tenía que decidir... lo quería o me largaba y cerraba todo como si nunca hubiese pasado nada. Pero lo hice. Sí compré la casa de los abuelos. Estaba ahí en oferta la vieja casa con jardín. Cuando era muy chico salíamos al jardín y mi abuela decía que ella siempre había tenido un irreprimible deseo de querer ser pájaro, volar, olvidarlo todo y volar. Mandarse a mudar volando, sobrevolandolo todo, las casas, el barrio, el riachuelo, el río, todas las casas con jardines y las terrazas, todo el sur. Decía siempre quise ser un pájaro. La miraba y no entendía ni jota. Me parecía absurdo que dijera eso. Si hubiese dicho la verdad en este momento dada la situación más que inestable, crítica, como solemos decir; de mierda, que se vive en este bendito país, lo que quiero es ser pájaro y mandarme a mudar, eso lo hubiese entendido mejor. Pero decía siempre quise ser pájaro, siempre. Esa idea de un inconformismo cuasi biológico me repugnaba y me quedaba mirándola con un sentimiento escéptico pero no le discutía. Pero no por pereza sino porque lo decía tan convencida y le ponía tanto sentimiento que no me parecía posible objetarle nada. Estábamos en el jardín y mi abuela siempre decía esas cosas en el jardín. Mientras las abejas hacían bodas con las margaritas y el gran jazmín lo dominaba todo desde el centro. El jardín rebosaba una geometría inexpugnable. Una población variada y jerárquica, todo estaba en su centro y no moriría mientras hubiese algún mínimo cuidado. El cedrón, la rosa china, el pino azul, la ruda, la enamorada del muro, el jarrón de los años ´50 0 '60 con los bulbos de Zephyranthes grandiflora. Digo no moriría en el sentido de que ya estaba lanzado a una vida prolongada y autónoma, que necesitaba de una preocupación constante y un acicalamiento más que frecuente no lo pongo en duda, pero ya había pasado esa etapa donde todo se puede apestar y morir en cualquier momento porque sí. 
 Al cielo lo veo cruzado por distancias. Por un lado huyendo como pájaro y por otro contemplándolo todo desde alturas relativas. Últimamente leyendo una novela de Haruki Murakami encuentro esa misma problemática desarrollada a lo largo de casi 500 páginas. Pues eso es más o menos lo que le quita el sueño al personaje, lo bueno es que a partir de la pregunta y de ese interrogante que le pesa como un centro de oscuridad que se agiganta y se espesa, el personaje puede ir emprendiendo una serie de búsquedas simples que lo llevan a madurar un sentido para su vida. Pero la pregunta es siempre la misma; cuál es el lugar donde quiero estar, -tal vez hay algunas otras cosas más además de un simple querer- y la llamada encuentra su proveniencia desde un lugar determinado. Un viejo hotel fantasmagórico que llama que funciona como intermediario de múltiples llamadas que le dan la certeza, al protagonista, de que alguien llora por él. Así va recorriendo sucesivas experiencias presuponiendo siempre que hay lugares en los que nuestra subjetividad está de algún modo irremediablemente atrapada. Pero se trata de ser capaz de pegarse a esas paredes a esos aromas a esas tonalidades y absorber todo lo que se pueda para enterarse de los números que deben ser marcados, los cables que deben ser conectados; y tal vez estar más atento a todas las fronteras y combinaciones que nunca deberían cruzarse. El viejo hotel Delfín es la central de telecomunicaciones y allí como en una morada mezcla de ultratumba con surrealidad el operador telefónico señala los destinos, los modos y los sentidos posibles. A contracara del consumo medio-alto que se delínea en los viajes murakamianos -viajes en maserati, alojamientos en hoteles caros, largas vacaciones- o tal vez no sea nada de eso... Tal vez simplemente se trate del movimiento de derroche natural en la sociedad japonesa de los '80 donde alguien puede mudarse de Tokio a Saporo y tirar a la calle todos los muebles porque ya están un poco viejos o porque es mucho más práctico amueblar a nuevo la casa próxima. Sí, es probable que me cueste acostumbrarme a la perspectiva de consumo propia de una montaña rusa en una sociedad como esa y en una época como esa. Lo cierto es que al contrario, los precedimientos para viajar a la murakami son baratos y simples. Se viaja a través de los sueños, -dormido, despierto en estado de embotamiento o dispersión- con el inconciente que no para de producir tiempo y espacio y abrir brechas nuevas como si se multiplicasen las puertas a lo largo de un corredor larguísimo a medida que se lo a traviesa sin llegar nunca hasta el final, no porque carezca de fin, sino porque la oscuridad y el oxígeno parecen ser la misma cosa. Más rico se vuelve el procedimiento en la medida en que no aparece categorizado desde refritos psi o filosóficos. Son frescos e inocentes esos modos de viajar con el cuerpo y la conciencia. 
 Están íntimamente vinculados los lugares y los viajes, quién podría dudar de eso. Pero acaso los lugares existen? Están esperando en algún espacio-tiempo? Hay que emprender viajes reales para hallarlos? Hay que emprender viajes irreales para saturar todas las coordenadas y todos los parámetros y que de ese modo nuevos ámbitos tracen paralelismos insospechados y cruces de historias ya enterradas o seres que épocas acabadas han finiquitado sin pena ni gloria? La búsqueda de un lugar para vivir incorpora, como algo infaltable, como algo de lo que no puede prescindirse dentro de la mochila, la movilidad del viaje... Inevitablemente? También en una travesía pueden surgir seres salvadores, consejeros, acompañantes, maestros. En volverse pájaro para surcar los cielos a velocidades superlativas hasta que se desintegre casi la materia hay un deseo de dejar de sufrir, de hallar una liviandad y tal vez no llegar a ningún lugar, pero al menos, huir de más de un lugar. Algo de desligarse y religarse hay en todo ese movimiento. Tierra-cielo-viaje-religión. Pero queda claro que los auténticos y consecuentes viajes con o sin movilidad nunca pueden ser una mera receta. Hacer eso sería como sacar el bizcochuelo del horno cuando el horno apenas se ha puesto un poco más que tibio. Cuando un lugar aguarda por nosotros, nos cobija nos muestra su puesta de sol, nos extraña y anhela, nos fulmina con su haz de deseo inhumano que nos hace saber que alguien/algo llora por nosotros... Hay un lugar en el que queremos estar.
      
 
                   

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