09 marzo, 2014

Ni vos ni voto, dice la voz

 Una estaba sentada en su cuarto haciendo su guardia y otro cerca de ella esperando su guardia o lo que ella iba a decirle cuando lo mirase y le diera algo de aliento. Entonces uno le pregunta a una que estaba sentada cerca también de su silla con las manos apoyadas sobre su cabeza y sus pelos dóciles que iban de a poco encaneciendo. O era que sobre sus cabellos tenía un soplo de ceniza pero si ese hubiese sido el caso de dónde hubiese venido ese soplido, ¿acaso de la divinidad? El dios del pasillo. El dios del pasillo larguísimo, como los romanos que ponían dioses en todo su derredor de su vida cotidiana tumultuosa y ciudadana y guerrera. Uno entonces no esperó que lo mirase y le preguntó que si se iba a adherir o mejor dicho que si lo había hecho, porque era algo que ya había sucedido antes. Dijo que no lo había hecho que no lo había hecho porque no estaba segura porque lo había pensado pero ante la duda y el desconocimiento no estuvo segura de hacer tal cosa que no significaba después de todo tanto. No terminaba de entender ni de convencerse en medio de las habladurías o de lo que en el pasillo se decía y ante la falta de información decidió no hacerlo porque después de todo qué se pierde o qué se gana si ya todo está escrito al final del pasillo. Pero en conclusión, dijo, no entiendo qué, hacia dónde, cómo, cuándo, dónde. No. Bueno, le dijo, si te parece podría contarte como un cuento de las luchas de la pujas y tal vez eso te ayudaría después a decidir. ah ah me encantan ahh las obras maestras del relato breve le dijo a uno que estaba cerca de ella sentado también y al que luego le iba a decir que estaba sola en su cuarto y que lo esperaba para que la penetrase de partículas amorfas que tal vez luego adquirirían esa tonalidad cenicienta que era en definitiva la que cubría sus cabellos y hasta ahora, además, parecía que estaba perfumada de viento de montaña de roca y sal. Hay, o mejor dicho, comenzó, había una vez. Había un montón de esclavos que trabajaban un montón como buenos esclavos que eran, claro, pero bueno, lo que eran en realidad no era esclavos pero es para mostrar que estaban adiestrados para serlo si querían y bien por esa actividad el estado, el empleador, el monstruo -para decírselo uno a lo Nietsche-, el rey momo el que puede adoptar todas las formas les lanzaba un jornal a la cara. Cada vez que se podía digamos una vez al año pero los malditos esclavos, histrionisaba uno, querían que fuera un poco más seguido, se juntan o se juntaban o se juntaron o lo hacen y conversan y discuten con funcionarios para que aumenten los jornales de los esclavos. No lo hacen directo con los esclavos. No. Es que son muchos, son demasiados e impetuosos. Los ejércitos de esclavos tienen representantes que van y arman toda una gigantesca fantochada de que se enojan y amenazan que si los grandes administradores no largan unas monedas para los esclavos puedan comer mejor entonces la máquina se para, y se para. Eso hacen los representantes, pero por abajo ellos siempre hacen acuerdos que indignan a los esclavos que también empiezan a empujar de manera impredecible o predecible o manejable, maleable, moldeable. Los representantes toman la lente esa que usan los tasadores de joyas y evalúan a ver como está el sector. Los administradores a su vez evalúan a ver hasta qué punto las pantomimas de los representantes son lo que son o la apariencia de lo que no son ni será nunca. A veces los representantes se ven atrapados en horribles disyuntivas como cuando bailan a dos puntas temiendo ser destrozados como dionisio en un rito o bacanal. Con los esclavos se jode o no se jode. Los representantes, todos, algunos, la aman a Daenerys a la princesa la lamen la soban la engordan hasta que estalla ¿de furia? de algo, y llueve dorado eyacula, oro. Quieren o no quieren los representantes no quieren separarse del amor hacia la princesa pero si se quedan demasiado quietos pueden ser aplastados por los tiempos del destiempo, de ir. Sentados los dos en sus escritorios correspondientes, amplios como son los escritorios de una oficina pública. Se miraron los unos a los otros y una sonrió al que acababa de contarle para informarle o deformarle lo real que los esperaba a la vuelta de una asamblea en la que estaban ausentes.  

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